Por hoy concluyó el trabajo. Ya oscureció y antes de regresar a casa, se antoja un paseo por el centro de la ciudad.
No tengo prisa, así que manejo despacio y recorro el concreto estampado de las calles del centro histórico. Me lleno los ojos con edificios, luces y gente. Al llegar a la plaza mayor, plaza grande como le llamamos, ya mi sonrisa es descarada. El palacio municipal, la casa del conquistador, la otrora residencia episcopal, la sobria y hermosa catedral, el palacio de gobierno, los portales con sus mesitas donde se consume café o deliciosos helados, sean de coco, zapote o mamey.
Estudiantes que en su camino hacen una pausa para la amistad, limpiabotas atareados y dicharacheros, decenas de trovadores listos para cantar el amor por cuenta de quien los contrate, aurigas que conducen románticas calesas.
De regreso un par de parques y una tercia de teatros. Restaurantes al aire libre y otros con mesas en los balcones, la iglesia de los jesuitas y la universidad donde alguna vez estuvo aquel andamio.
Sé de la lejanía insalvable entre tu ciudad y la mía. Estoy al tanto de que no andarás por mis calles ni explorarás mi centro por el resto de la vida. Entiendo que nunca miraremos a través de los mismos ojos, ni respiraremos por la misma vía, ni escucharemos simultáneamente, ni probaremos un único helado, ni sentiremos con una sola piel. Y me alegra tanto como a ti enterarme de que cada uno de nosotros es feliz con la ciudad que eligió.
Pero… ¿sabes? Hubiera sido yo un buen guía de turistas para ti.
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