El día que llovieron flores
Pancho López
Pepito vivía en una casa con jardín, en un pueblo ni grande ni chico. Cuando regresaba de la escuela, se reunía con sus amigos en la plaza donde podían patinar y montar en bici a gusto.
Un día su papá se fue a la guerra, era una guerra en un país lejano. Con Pepito consultaron un mapa para ver el sitio exacto y leer el extraño nombre de aquel lugar. Al despedirse dijo que volvería pronto.
Desde aquella vez, al llegar del colegio, Pepito encontraba a su mamá frente al televisor viendo las noticias y se quedaba acompañándola para saber cómo iba la guerra de su papá. Bueno, no era de su padre, pero este había marchado hacia aquel lugar con uniforme, casco y fusil; su madre decía que a tratar de que no se pelearan más.
La cosa fue que pasaban los días y los telediarios. Pepito ya no se aclaraba en qué guerra estaba su papá. Unas veces los soldados eran negros, otras blancos y rubios. En unas iban vestidos como muñecos Madelman, en otras con cascos de acero y transpirando de lo lindo, luego eran hombres barbudos con gorros de astracán. Se veían aviones destruyendo casas, lanzacohetes tirando contra helicópteros y estos haciendo fuego contra todo lo que encontraban por allí.
A Pepito todos los soldados le parecían iguales. Los niños, las mujeres y los viejos que miraban con ojos asustados y pedían pan o huían de sus casas incendiadas, eran idénticos a pesar del frío o el calor e incluso del diferente color de la piel.
La mamá trataba de reconocer a su esposo, pero no tenía suerte. Pepito cerraba los ojos cuando mostraban heridos y muertos, pero
escuchaba con atención al presentador por si mencionaba a su padre o cuándo terminaría esa guerra. Aunque no conseguía entender lo que decía, Pepito llegó a la conclusión de que aquella guerra, al igual que todas, era un embrollo.
Ocurría que a su mamá, al darle el beso de las buenas noches, se le corrían las lágrimas y eso lo llenaba de tristeza. Así es que comenzó a preguntar a sus amigos qué podría hacerse para que la guerra terminara y regresase su papá.
Un día llamó al señor de la Tele y le preguntó si era capaz de detener todo aquello. El presentador dijo que no, que él se limitaba a mostrar lo que estaba sucediendo. “¿Y si deja de mostrar las guerras en su televisión?”, insistió Pepito. Pero el señor de la Tele no contestó.
Otra vez, apareció una gitana en la plaza y Pepito le preguntó si podía hacer algo. La gitana le pidió que le mostrase la palma de la mano. Estudió atentamente las líneas principales y las más pequeñas. Al cabo de un rato lo miró a los ojos y dijo; “Tú quizás puedas intentarlo, pero deberás pasar una prueba muy difícil”. “¿Cuál?”, replicó Pepito. “Contar todas las estrellas del cielo”, habló la gitana y se marchó.
Esa noche, tras las telenoticias y el beso de las buenas noches, Pepito se asomó por la ventana y comenzó a contar las estrellas.
Una, diez, cien, mil, cien mil, quinientas mil,... Se quedó dormido antes del amanecer y fracasó en su intento. Al día siguiente las guerras siguieron apareciendo en el televisor.
Por la tarde comentó lo sucedido a sus amigos de la plaza y les pidió ayuda. “Si cada uno de nosotros elige un pedazo de cielo, a lo mejor conseguimos contarlas a todas”.
Esa misma noche los amiguitos, tan pronto sus padres y hermanos estuvieron dormidos, se pusieron manos a la obra. Uno contó miles, otro cientos de miles, hubo quien se quedó dormido apenas empezar la cuenta y fue escasa su contribución. Entre todos sumaron algunos millones. Creo que cinco millones cuatrocientas veinticinco mil doscientas treinta y tres estrellas, más o menos.
Al terminar las clases, los niños se fueron directamente a sus casas a esperar el informativo, era necesario saber que había ocurrido. Pero la catarata de balas y explosiones, las gentes huyendo en cuanto vehículo pudieran encontrar o a pie y los soldados de todos los colores, volvieron a ocupar las pantallas.
La mamá de Pepito entristeció más que nunca y no pudo contener el llanto. Entonces el niño telefoneó al señor de la Tele, le contó lo de la gitana y la cuenta hecha con sus amigos. El presentador opinó que quizá no eran suficientes niños y Pepito le pidió que invitara a todos los niños a sumarse en la cuenta. “Si cada niño del mundo elige un cachito de cielo y cuenta sus estrellas, la predicción de la adivina puede resultar cierta”. Eso sí, los mayores no deberían enterarse, esto quedaría como secreto entre la gitana, Pepito, los niños y el señor de la Tele.
El presentador cumplió su palabra.
Esa noche Pepito se acomodó junto a la ventana, eligió su cachito de cielo y comenzó a contar. Por cada mil estrellas hacía una marca, con el pasar de las horas llenó un cuaderno completo, había pasado del millón de estrellas. Cuando creyó que el sueño lo vencería, se lavó la cara y siguió contando hasta el amanecer. Todos los niños estarían contando estrellas. Algunos se habrían dormido, pero qué importaba si eran tantos.
La luna se retiró y las estrellas comenzaron a desaparecer, por un momento el lucero quedó brillando, solo, después apareció el sol redondo y rojo por el horizonte. En ese instante Pepito se durmió. No pudo percibir la lluvia que comenzaba a caer. Era una lluvia extraña,
no de gotas de agua sino de pétalos de los más diversos colores y aromas, primero, y flores infinitas, después.
Su mamá vino a despertarlo para ir a la escuela e intrigada por aquel perfume que invadía todos los rincones de la casa, miró por la ventana y vio el maravilloso espectáculo.
“¡Pepito!”, casi gritó. “Despierta, hijo, despierta. Mira, está lloviendo flores!”.
Las flores no cesaban de caer, parecían querer inundar el mundo.
Pepito saltó de la cama y corrió hacia la calle. Sus amigos se le habrían anticipado, ¡mira que venir a dormirse justo al final!
Abrió la puerta de calle con la intención de llegar a la plaza y sumarse a la fiesta florida que los niños ya habrían organizado, cuando algo le impidió tomar carrera. Allí mismo, empapado de pétalos, sonriendo, estaba su papá.
Esa tarde el señor de las noticias mostró la extraña y bella lluvia de colores y aromas. De las guerras no dijo palabra.
¡Ah!, tampoco descubrió el secreto.
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