Uno.
El tiempo no existe, sólo hay acontecimientos que en realidad no transcurren; se superponen. La memoria no distingue momentos, sólo son escenas que se repiten, que se perpetúan.
Recuerdo por ejemplo a Josefa. La recuerdo enorme desde mi infancia (intuyo que es mi infancia), sus grandes pechos me acercaban el calor que me negaron mis padre. Sus grandes brazos fueron el refugio de tantas tardes, cuando a escondidas me acercaba a ella buscando el consuelo en contra del regaño.
Josefa, mi nana, era más que las caricias, más que canciones de cuna. Era también historias de aparecidos que luego poblaron mis noches de pesadilla, leyendas de espanto de su propia infancia en un pueblo que nunca conocí.
Por las noches cuando mis padres viajaban (casi siempre), ella me sentaba en sus piernas y me contaba de espectros en los cruces de caminos, de chaneques que ahogaban a hombres y mujeres, de historias con fantasmas (pero sin tesoros).
De ella conocí la historia de la llorona, la mujer que ahogó a sus hijos; recorrió (por siempre) los pueblos y los campos clamando por ellos. Conocí de las ondinas de los lagos, que seducen hombres y los pierden en las profundidades del agua, de extrañas mujeres que extravían a los hombres en las selvas.
Dos.
Recuerdo más. La casa vieja donde me refugié cuando estudiante. Me la prestaron los padres de un amigo el mismo día que escapé de mi casa. Ellos me advirtieron que era casi inhabitable, pero que sería para mí sólo.
No hubo condición para el préstamo; podría vivir en ella todo el tiempo que quisiera. Allí conocí el miedo; no el miedo de las pesadillas. Conocí el miedo de la soledad, el miedo de la libertad.
También conocí el deseo y el placer que brinda el cuerpo femenino. Fue Susana. Estudiábamos juntos la preparatoria. Recuerdo la sorpresa al desnudarla y descubrir la piel tersa de su vientre, sus pechos firmes, sus muslos, su pubis.
Susana y Josefa perviven en un mismo instante. Sólo las diferencian mis sensaciones. A ninguna de las dos las he vuelto a ver. Josefa se fue a su pueblo una madrugada y yo quedé sólo. No hubo despedida. Susana dijo un adiós, también un no te quiero. La vi dos o tres veces más, pero de lejos.
Tres.
La memoria. El presente es el vértigo, un torbellino que nos envuelve. Luego es la memoria. Recuerdo mi primer apartamento, las tardes de cerveza, los largos días de alcohol, crudas y curas. La música fuerte, el rock, la salsa, el baile.
Y Matilde pegando su cuerpo al mío, sus pechos presionando mi pecho, su boca con sabor a cuba, el perfume de su piel, su mano buscándome el pene, los amigos allá y nosotros compartiendo el toque.
Irma ya no quiso irse. Desperté con ella a mi lado, profundamente dormida. Juntos nos curamos con barbacoa y las cervezas. Recuerdo sus escenas de celos diluidas en el caos de la pasión.
La dejé una tarde. Ella leía. Guardé unos billetes y salí. Nunca la volví a ver. Mi libertad me salió cara; mi ropa, mis muebles, mis discos, mis ahorros, algunos poemas y su cuerpo fueron el precio.
Ella también es mi tiempo. El presente, ese tornando de sucesos que nos envuelve, también es la memoria. Son tantas las mujeres que conviven en un mismo instante que ya no sé cómo diferenciarlas.
Cuatro.
Pero hay una, en especial, que de pronto es todos ellas, que las envuelve y las domina. Es el calor y protección de Josefa, el deseo de Susana, la pasión de Irma, la lujuria de Irene, la perdición entre las piernas de Amanda, la marea de mujeres que se mantienen en mi vida.
La conocí no sé cómo. De pronto aparecen ahí y es todas ellas. Las piernas son de Amanda y de Ella, el deseo es por el cuerpo recién descubierto de Susana y por el de Ella. Irene es la lujuria, la lujuria también es Ella, y el rostro de todas es el de Ella. A veces la memoria misma es, Ella y Ella es el tiempo.
Borges habla del Yahir, en su relato el yahir es una moneda. Una moneda que se introduce en su pensamiento y que se convierte en su pensamiento. Para mí es Ella.
Digo Ella porque desconozco su nombre.
Cinco.
Poco a poco ella se ha ido apoderando de mí No es el enamoramiento. Quiero decir, es una obsesión o más que eso; ella se ha convertido en mi pensamiento. No es que sólo sea Ella, sino que Ella está en todo.
No quiero repasar estas líneas. Creo haber escrito que el tiempo no existe, que los sucesos se superponen, que el presente es una vorágine de hechos incomprensibles, pero que se insertan en la memoria. Creo haber escrito también que todas las mujeres que han aparecido en mi vida siguen presentes. Y siguen, pero Ella está en todas.
Intento ser coherente en la incoherencia de mi vida. Desde hace algún tiempo habito la enorme casona familiar. La casona familiar. La casona que abandoné en mi adolescencia y que me dejaron mis padres (único legado útil en su historia).
He traído a muchas mujeres a esta casa. No he permitido que ninguna de ellas se quede (pero habitan mi memoria). Me gusta que esta casa sea mía. Eso quiere decir tener el campo libre para vivirla, para pasearme por sus corredores y sus cuartos.
Ahora no estoy solo. Ella está también. No quiero decir está en mi memoria; su presencia es parte de la vorágine del presente. Ella está, lo intuyo, en los salones, en los corredores, tras las puertas.
Ella ha estado (creo que el transitivo es la forma más correcta del verbo estar) rondando mis pasos, ha tejido una sutil red en torno a mí. Soy su presa. Lo soy desde que me crucé con Ella en algún punto de esta ciudad y en el que intercambiamos miradas fugaces.
Si Ella es todas las mujeres de mi vida, he vivido con Ella el deseo, el placer, la lujuria de tardes y noches, la calma de los días soleados, el refugio a mis angustias, mis angustias mismas, las nostalgias, ellas son Ella.
Seis.
Hace rato llamó a mi puerta. No a la principal. Llamó a una puerta olvidada. Fueron tres golpes breves. Poco después otros tres. Ella sabe que los oí, no necesita seguir llamando.
Estas líneas son el testimonio de otra vida. Dentro de unos momentos seré otro. Mi memoria seguirá, los hechos continuarán habitándome (quizá las buscaré). Yo no seré el mismo; ahora mismo ya no soy el mismo.
Ella espera. Sabe que abriré la puerta. No siento en ella impaciencia. Por mi parte, yo sé que al abrir seré completamente de Ella (¿pero en este momento no lo soy ya?, ¿acaso si abro la puerta no es porque ya soy de Ella?). La deseo.
Antes de dejar estas líneas vale una última reflexión; el tiempo es sólo una forma verbal que sirve para ordenar las ideas.
Dejo el escrito y acudo a su llamada. |