Es de noche, y mis ojos, a pesar de estar terriblemente cansados, se niegan a caer en la tentadora oferta del sueño ya que todo es mejor que oírla…
Cada día, me levanto sabiendo que solo faltan unas cuantas horas antes del atardecer, y de ahí en adelante, solo unos minutos para que el terrible manto venga, y mis sentidos sean más fuertes que mi cerebro.
Es en esos momentos cuando la casa apaga sus luces, y se oye el rasguñar de cada animal en su jaula, tratando desesperadamente de salir o por lo menos cobrar ese estar ausente y presente mientras ella pasa.
Se corre le cerrojo y lenta, muy lentamente, oigo como su respiración llena el ambiente y su vaho, cubre mi cara.
Veo sus manos, sus ojos vacíos, y sobretodo…la oigo.
Es ahí cuando sus pies, pequeños y lisos, empiezan a deslizarse escalera tras escalera, seguidos de pequeños crujidos que se convierten en truenos, uno después del otro.
Llegan al final de la escalera, y los oigo ligeros pero fríos, volando, pero al mismo tiempo desgarrándose con cada paso, quemándose con cada huella.
Finalmente, están al lado de mi cama; Y finalmente, ha llegado ese demoníaco momento que se repite como una cinta trabada, inmortalizado en el tiempo, cuando me alejo de la ventana para mirar los terribles pies muertos, que sangran constantemente, y pertenecen a mi propio cadáver.
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