Me siento frente a la pantalla del ordenador, coloco el café sobre el posavasos y un cigarrillo sobre mi boca. Doy una calada y el humo nubla la pantalla mientras mi mente reclama a gritos cualquier tipo de información: algo que me haga perder, al menos en cierta parte, mi ignorancia sobre la vida y obra de ese tal Mozart. Tecleo su nombre en un buscador cualquiera de Internet y… voilà, ahí está, miles de páginas webs dedicadas a su persona y otras tantas en las que le hacen alguna referencia. Sobrecogido por tan abundante cantidad de información, que antes reclamaba a gritos, me sumerjo en el amargo placer del café y el tabaco.
Consternado por no saber qué webs seleccionar para mi búsqueda y, peor aún, sin saber qué diablos escribir, decido irme hacia el sofá del salón y colocar en el equipo de música un CD de Amadeus Mozart que hace poco conseguí de la biblioteca pública. Su título: Las bodas de Fígaro.
Medio tumbado y medio irritado sobre el sofá por mi reciente fracaso, pulsó el play y en una escasa sucesión de segundos, mis oídos comienzan a ser invadidos por una serie de sonidos hasta entonces desconocidos. Distingo algún violín, la melodía del violonchelo… y quizás aunque no esté seguro del todo, el piano. Lo primero que me viene a la cabeza es la complejidad de la música que escucho. Esto no es un Bob Dylan ni un Ismael Serrano que puedas entender con sus letras de amor y protesta ni siquiera un Mark Knofler que te envuelve con los acordes de su guitarra eléctrica. Esto es totalmente distinto de lo que había escuchado hasta el día de hoy. Mozart, con sus 250 años a las espaldas, supera, musicalmente, a cualquier artista actual.
La Ouvertura “figariana” finaliza dando paso al Atto Primo donde el tenor, el barítono, el bajo representando los personajes de esta comedia de Beaumarchais parecen tomar protagonismo frente a la armonía de Mozart. Pero no, no es así. Los instrumentos que repiquetean detrás de estas hermosas voces son las verdaderas protagonistas de la sinfonía.
Mis oídos inexpertos se van llenando de la música a cada minuto que acontece y permítanme que les diga que no la entiendo; no entiendo estos sonidos que me invaden y es que yo no soy ningún erudito en música y mucho menos en la clásica pero aún así, estas melodías me hacen recordar tiempos pasados, tiempos en los que las tinieblas se adueñaban de mi ser. Recuerdo, por poner un ejemplo cualquiera, la primera vez que leí Una temporada en el infierno cuando tenía la edad de catorce años. No entendí absolutamente nada de lo que el autor quería decir empero a pesar de ello, esa magnífica obra poética hacia florecer en mí unos sentimientos inexplicables para las palabras, unos sentimientos que brotan directamente del corazón. Ahora, Wolfrang Amadeus Mozart consigue lo mismo que un su día logró Rimbaud.
El Atto Secondo y ya el último, va finalizando y pronto habrá pasado una hora desde que me acomodé en el sofá. Las voces de los cantores están muy exaltadas al igual que la intensidad de los instrumentos musicales. Mi corazón, a su vez, se aviva mientras mi mente se pierde en un mar que nunca vio y yo quizás nunca entienda esta música o quizás sí, quién sabe, pero creo que eso es lo de menos. La importancia no está en comprender ni a Rimbaud ni a Mozart…
Lo único que importa es sentirlo.
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