Apresó el tiempo bajo una sonrisa distante y enigmática, quedando expuesto a la certidumbre de los actos. Detrás, su mente elucubraba una nueva forma de renovar ese placer en iguales episodios. Fue cuando la conoció a ella, con su frágil rostro adolescente y cándida silueta. Luego el encanto; una mirada infante; el roce de su piel ante la espera; los juegos y el candor; esas mágicas palabras dando vueltas como una serpiente de infinitas fauces; envolvente; feroz; sensual; atrapante; íntima...
La tarde había cercado ese ritual en una nueva e inevitable cicatriz sobre su cuello, ante el frugal encuentro victimario; mientras por dentro, la libido se infiltraba en el torrente, para reanudar su cacería.

Ana Cecilia. ©