Lorenzo caminó como lo hizo todos los días durante 17 años, desde que nació. Incluso de bebé, cuando aún no podía caminar, caminaba por aquél extraño sendero. Ese día, sin embargo, escapó a la rutina y abrió una pequeña puerta a un costado y encogiéndose logro gatear hacia el pequeño túnel que se extendía ante él. Encendió la luz, que brilló con azulada intensidad y sus oscuros temores se transformaron en cálidos impulsos. - ¿Y por qué tengo que estar agachado? – Se indignó el joven Lorenzo. Nunca realmente le había gustado hacer las cosas porque si. Y si algo no lo entendía, aunque supiera que estaba bien hacerlo, prefería hacer otra cosa solo por principio. Esta no iba a ser la excepción, e iba a hacer algo al respecto esta vez. En un ligero parpadeo se encontró erguido en el pequeño túnel de no más de 1 metro de altura. Pero él no se achicó. Estaba harto de achicarse; pero el túnel tampoco se agrandó, ya que no tenía por qué hacerlo, así que ninguno de los dos se alteró.
Siguió caminando y se encontró con varios gatos en el camino, todos lo miraban a él y el fingía ignorarlos a todos. Le gustaba sentir sus ojos en él e incluso llegó a desear que el túnel no acabara jamás para pasar una eternidad siendo contemplado por aquellos felinos ojos de penetrante presencia.
Ahora caminaba de cabeza por el techo del estrecho túnel que pronto fue el alto techo de un centro comercial. Miró hacia abajo y no resistió el impulso de escupir a los indefensos compradores que se deleitaban paseando por las frías galerías del enorme centro comercial. El sentía tanto calor...
Chasqueó los dedos y sintió un cosquilleo en la espalda que le gustó, así que los chasqueó de nuevo. Podía, de alguna forma, sentir el sonido subiendo por su medula espinal hacia su cerebro que la distribuía por todo su cuerpo. Era como energía pura, y cada sonido lo cargaba de ella.
Sacó su guitarra que nunca supo tocar y logró sacar de ella la melodía mas dulce que sus oídos jamás tuvieron el deleite de escuchar y su cuerpo la oportunidad de recibir.
El fuego ardió luego en la vieja guitarra recién adquirida y olvidada. Era tiempo de volver y, aunque lo lamentó, supo que no era un momento triste porque finalmente tendría la oportunidad de experimentar realmente alguna de aquellas cosas que acababa de vivir.
El sol le iluminó el rostro y de un rápido movimiento se levantó de su lecho con una extraña y apacible sonrisa dibujada en faz. Repitió la misma rutina de todos los días que se sabía de memoria pero que no podría recordar si se la preguntara un extraño en la calle. Poco a poco aquella sonrisa se fue disolviendo en el mar de sentimientos que su cara reprimió ese día y nuevamente recorrió el sendero de todos los días. Esta vez fue un buen chico y se aseguró de dejar todas las puertas cerradas para llegar directamente a casa, donde estaba a salvo.
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