Lo que me contó Bartolomé de Mello, cuando en la penumbra de un remoto bar le retornaron puntuales los recuerdos, no está basado en ningún documento histórico, pero tiene eso de auténtico que le dan a las voces, la aridez y resignación de los ancianos.
Ocurrió un lunes en el acaecer de junio, días en que las almas y el barro se confunden, andan igual de subterráneas y pegajosas. Florisbela tuvo que viajar (Bartolomé no recordaba el motivo ni adónde, o no quiso contar) y se llevó a Amelia y los cinco niños más grandes, dejando a su esposo Pedro Serpa al cuidado de Vilma, Pedrito y la pequeña Analucía, que andaba bordeando ya los cuatro meses de vida.
En esos tiempos de cielo nuboso y campo abierto, sobre pueblo Abaité se azotaba la segunda plaga que profetizara Socorro Armida en sus últimos divagues de teología y locura. Una jauría de perros cimarrones, paridos de la nada, atacaban a majadas indefensas, dejando un rastro de muerte y misterio en las noches impenetrables de la zona. En el pueblo, todos vivieron el miedo y la angustia de forma diferente. Unos, los más viejos y devotos, se encerraron a rezar y contar historias de otros tiempos. Otros, con el callado Jesús Santos a la cabeza, sembraron trampas de carpincho y organizaron partidas de caza, con el magro resultado de cuatro cimarrones muertos en una semana.
Una mañana de aquellas, Pedro notó la falta del “Abrojo”, el perro solitario que también abandonara Getulio, la madrugada lejana de su partida. Había reventado la cuerda que lo aprisionaba al ombú como un mal recuerdo y se evaporó en la noche. Jesús Santos, comentó parcamente, haber visto al perro comandando la pandilla asesina. Pedro no se extrañó, siempre había alimentado la secreta esperanza de que escapara algún día, sobre todo desde que cada ladrido suyo, le recordara la sonrisa ganadora de su suegro.
“Ese bicho sempre foi medio asasino”, dijo lacónicamente, ajeno y vago, como si también hablara de su anterior dueño. La tarde gris que se fue Florisbela, Pedro entró al bar distraído, armando parsimoniosamente su chala brasilera, intentando esquivar la culpa que le temblaba en la mirada. Se había prometido una sola cañita porque en el rancho habían quedado solos los “tres gurises”.
Cuando la noche cayó rabiosa y lenta, iba por la enésima caña y se había trenzado en la siempre última partida de truco. Dijo Bartolomé que estaba a punto de echar un resto cuando irrumpieron en el bar, Pedrito y Vilma, gritando desesperados.
“Pai, el Abrojo, la perrada, Anita, dele Pai, el Abrojo...”
La lumbre de la lámpara tambaleó en la oscuridad. Volaron naipes y sillas, y los gritos se mezclaron todos en la noche.Marco Quintana, que estaba cerca de la puerta y lo vio salir, contó que corría con una expresión que le desdibujaba el rostro, llenándolo de grietas por donde podía vérsele el alma.
Bartolomé (con ese aire de película borrosa que le imprimen a la voz, los viejos) me relató con increíble manojo de emociones, la carrera alocada de Pedro, desde el bar hasta la chacra. Las piedras crepitaban bajo las botas, un enredo atemporal de imágenes se pintaban ante sus ojos, colgadas a la noche. La jauría de hambrientos cimarrones, el Abrojo comandando a la perrada, el llanto de Anita, la risa helada de Getulio Lima, la mirada de Anita, el dolor, el miedo, la sangre de Anita.
Cuando llegó, un silencio sepulcral esperó agazapado entre las sombras. Miró a su alrededor y el desorden le reveló el sino patibular de un brutal alboroto. Adentro, el vaivén del farol hacía movediza la escasa luz. Por un momento tuvo miedo a entrar. Un miedo infantil, primitivo, al peso de su propio error, a la muerte de la semilla, a él mismo. Sintió ruidos. Entró con el alma desnuda, terroso y vencido. En la habitación campeaba el revuelo. Reflejado en los últimos estertores del farol, descubrió el machete de hoja ancha resplandeciendo en la oscuridad. Se aferró a él con ausencia en los ojos.
Desde la pieza grande, precario dormitorio de la gurisada, apareció gruñendo el Abrojo. Tenía la mirada rabiosa y una espuma sanguinolenta le goteaba del hocico mojado. Cuando mostró los colmillos, la sangre brotó hasta manchar la tierra del piso.
Pedro no pudo pensar en nada. Le bajó el machete con rencor, como si también quisiera matar de un golpe, a algún pirata de sí mismo. El ruido seco que hizo el Abrojo cuando se desplomó en el suelo con la cabeza partida, se mezcló con los gritos de Vilma y la turba de curiosos que llegaban. Después se enmadejó un silencio pesado, lento, con algo de insustancial que anestesiaba todas las cosas. Pedro tiró el machete lejos y fue a sentarse, pero lo paralizó un gemido entrecortado que venía desde el dormitorio de la gurisada. De un salto llegó hasta la puerta. La habitación tenía la marca de una lucha salvaje, sangre en las paredes y las camas destrozadas, en un desorden que le erizó la piel.
En el suelo, palpitaba el cuerpo ensangrentado de un enorme perro cimarrón, de los que asolaban las noches de Abaité por aquellos días. Allá en un rincón, Analucía sollozaba en su cunita inocente, pobre angelito de trapo, a salvo aún de los estragos de la vida.
Bartolomé cuenta, lo que le contó Ramón de Mello en su vejez, que Pedro estuvo buen tiempo sin aparecerse por el bar de Aparicio Félix y que el Abrojo tuvo como homenaje a su martirologio, un auténtico entierro de humano, con procesión, ataúd y flores.
Analucía fue la primera hija que tuvieron Serpa y Florisbela Ferreira, y cargó siempre con la pesada obsesión de encontrar a su Abrojo en la piel de cualquier perro vagabundo que se cruzara en su camino. Fue una promesa ciega, que creció a medida que pasaron los años y cargó con ella cuando una mañana de marzo decidió cambiar para siempre la modorra del pueblo por los vapores perdidos de la capital.
A los veinte años de su llegada a la gran ciudad, cuando la policía invadió su casa a causa de las reiteradas denuncias, se encontraron con más de cincuenta perros de diferentes razas y tamaños. Una crónica de la época, firmada por Carlos de Arteaga, cronista policial, hace algunas consideraciones sobre el suceso que conmovió a la opinión pública por su descarnado y triste realismo.
“La casa está ubicada en el centro del Prado”- dice Arteaga- “Lo que me sorprendió cuando llegué, fue ese aire de antiguo abandono que inundaba las paredes, las selváticas enredaderas del frente, el olor agrio, a soledad y encierro, que nos golpeó a todos al derribarse la pesada puerta. Cuando la sacaron a rastras, la mujer ya no gritaba. Con los ojos lejanos, enajenados, nos escudriñó uno a uno, arañándonos el alma, haciéndonos sentir incómodos intrusos. Tenía las uñas largas y sucias, el pelo desgreñado, manchas de sarna en la piel que sin embargo no lograban opacar su refinamiento austero, y no paraba nunca de rascarse. No se le escuchó palabra alguna desde que se la llevaron. Apenas las enfermeras del hospital psiquiátrico comentaron a los cuatro días después, que murió con un temblor profundo en los huesos, como mueren los perros.”
Analucía Serpa cumplió entonces con su promesa de albergar a los canes desvalidos del mundo, y a pesar de su doloroso final, aprendió durante su vida que ninguna derrota es total, y hasta pudo llegar a ser para su época, una creativa e insolente diseñadora de modas, como lo demuestran los dibujos que me mostró orgulloso Bartolomé, pero su entrega a la causa de los perros abandonados, la apartó definitivamente de su pasión por la costura.
Vivió su vida sin apuro, entre actos de caridad que primero fueron un agradable pasatiempo y después una obligación moral de su existencia. Alternó su amor por el temblor perdido de los canes y los brazos de don Ramón de Mello, aquel camionero enorme que un domingo de mayo, sucumbió ante la palidez sensual de la costurera.
A Bartolomé de Mello, le gusta contar que Anita fue el ancla que buscaba don Ramón a lo largo y ancho de su vida agitada. Maquinista de barco, vendedor, camionero, caminante sin camino que encontró la felicidad y la muerte a la sombra de una muchachita frágil que había bajado del norte, en el fondo de un país descarnado, donde acaso nunca hubiera imaginado encallar.
Pague la cuenta y salimos sin hablar, los dos hastiados y más viejos. La noche nos abrazó afuera, helada y pobre. Bartolomé se hizo difuso en la oscuridad. Cuando se detuvo en una esquina a esperar el semáforo, lo saludé en silencio y no pude evitar un dejo de amarga alegría. Supe que el alma ahora, le pesaba un poco menos. Supe por qué mi madre, Analucía Serpa, me abandonó al nacer un diciembre cualquiera.
Busqué la vereda desierta. Había un silencio modoso, cómplice. Un silencio cuajado que se partió con el grito del primer perro vagabundo que empezaba a morir entre mis manos.
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