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¿Por qué tengo fama de cruel entre mis esclavos? Todos aquellos que han tenido el inmenso honor de ser mis sumisos consideran que soy una experta en el arte del sufrimiento. Al finalizar cada sesión, se han deshecho en alabanzas y elogios sobre mi forma de atormentarlos. Alguno incluso se me ha declarado, clamando que no había criatura igual a mí en la tierra.

Eso me gusta. Que me adulen. Que me adoren y se desvivan por mí. Ser su ideal de mujer. Y aún más que eso, me gusta saberme especial, distinta a las demás. No sólo porque los hombres se sienten subyugados por mi belleza y carácter, sino porque no he tenido nunca que aparentar ser una persona distinta de la que soy.

Desde niña he sabido que soy única. Casi siempre he conseguido lo que quería con sólo desearlo. Un gesto a veces ha bastado para que algún amigo, o compañero de clase, o amante, cumpla mis caprichos o mis deseos.

Por eso soy dominatriz. Porque tengo poder sobre los demás. Yo, a diferencia de ellos, tengo derecho a elegir, a desear. Mis sumisos, en cambio, no son libres. Su disfrute depende de mí, de lo que les conceda. Por suerte para ellos soy generosa. ¿Por qué no serlo? Si siendo yo misma, les hago sentirse más felices, les proporciono placer, ¿no sería una estupidez comportarse de otro modo, que ni a mí me complacería y a ellos les provocaría angustia?

Y es que, al menos en mi caso, ama no se hace: se nace.

Ese es uno de los pocos puntos en que espero equivocarme. Pensando en ello, me di cuenta de que si mi máxima fuera cierta, aquellos hombres que por su naturaleza estén inclinados a ser esclavos de las mujeres, sufrirían un amor platónico por una idea de mujer dominante. Tal vez alguna amante estaría dispuesta, por amor o incluso lástima, a satisfacer el deseo de servidumbre de su pareja; pero no sería una verdadera ama, sino un disfraz. Hay algo hermoso, poético, en ese amor platónico, que se mezcla con el dolor de no compartir con el otro los más íntimos deseos.

¡Ah, el amor! No puede haber sólo sexo entre un ama y su esclavo. Ha de haber un vínculo más profundo, una cadena invisible que ligue las dos almas. Debe existir el amor. Pues, ¿qué muestra de amor más grande existe que el sacrificio? El sumiso sacrifica sus deseos, su libertad, su vida incluso, por el placer de su ama. Y el ama renuncia a tener otra relación con su esclavo que la de diosa con su adorador.

Bonito cuadro, ¿verdad? Pues debéis saber que es aún más bonito porque cobra vida en el cuerpo y mente del ama y su esclavo.

Cada vez que se encuentran, aunque sólo intercambien una mirada en el trabajo, o compartan un paseo por el parque, su vida normal se transforma. Hay magia en los ojos de aquel muchacho que, apartado del bullicio de la cafetería donde pasa las mañanas, vislumbra a través de los cristales del local a su amada, que va a comprar al mercado. Y cuando el hierático rostro de ella esboza una sutil sonrisa al saberse observada, admirada y deseada, el corazón del chico da un vuelco y durante un instante que parece eterno se siente el hombre más feliz del mundo.

Ese sumiso varón, que compone poesías para ella, aunque jamás las leerá, que únicamente desea ser la acera que ella pisa cada día, incapaz de aspirar a estrecharla entre sus brazos, es lo que veo cada vez que termino una sesión con mis amantes.

Explicaré ahora por qué me llaman cruel.

Para mí, ser cruel no es más que saber exactamente lo que sienten mis esclavos. Por eso me siento tan segura cuando estoy con ellos, porque, aunque a veces me sorprendan con una inconsciente rebeldía, conozco sus cuerpos y sus mentes tan bien como ellos. A veces incluso mejor, pues logro extraer sensaciones que ni ellos mismos pensaban albergar bajo su piel.

Saber que me quieren por encima de todo, que anhelan conocerme para poder complacerme, me hace muy feliz. Por supuesto, les correspondo interesándome por ellos, por sus gustos e intereses, los cuales muchas veces soy yo misma quien los determina.

Algunos han saciado mi curiosidad. Un día me pregunté hasta dónde aguantaría Héctor, un simpático jovencito de pelo rojo y mirada ingenua, el "suplicio de Tántalo" (tener lo que más deseas al alcance y no poder alcanzarlo). Le puse a cuatro patas frente a mí, como una mesa.

Te voy a encomendar una tarea muy sencilla... en apariencia. Sólo tienes que quedarte inmóvil y callado. –

Sí, mi seño... –

No terminó la frase porque pensó que la propuesta, que para él era tanto como un mandamiento divino, que le había hecho podía ser inmediata. A eso me refiero cuando digo que a menudo mis sumisos me sorprenden con su responsabilidad. Si la relación entre un ama y un sumiso fuese una obra de teatro, los sumisos serían siempre los mejores actores, porque pondrían el corazón en interpretar a la perfección su papel.

Me quedé contemplando su cuerpo, a mi entera disposición, durante largo rato. Es una visión muy placentera... como si visitaras en cada músculo el cuadro más valioso de tu propio museo de la lujuria. Pero, aunque lo empezaba a desear, no lo toqué para nada.

Pasaron los primeros minutos. Estaba excitado. Su miembro erecto apuntaba al suelo. Me reí para mis adentro pensando en que, si proseguía mucho tiempo así, el glande terminaría por tocar el suelo y le haría estremecer. Claro que habría que esperar a que el pene le creciese tanto... lo cual sólo sucedería en mi imaginación. Antes o después, además, su resistencia acabaría y, vencido por la fatiga, caería de bruces al suelo.

No iba a provocar eso, claro está, pero estaba segura de que si quisiera, podría dejarlo allí, petrificado, sin temor a que incumpliese mi capricho. Su ama se lo había "pedido". Lo haría.

Encendí un cigarrillo. Juguetona dejé que se apagara solo tirándolo debajo de Héctor. El humo de la colilla se condensaba durante breves instantes en su estómago antes de escapar por sus costados hacia el techo, sin llegar nunca a él, porque se desvanecía en el aire.

Encendí otro cigarrillo mientras el anterior agonizaba. Le di un par de caladas intensas, que pusieron la punta al rojo. Luego lo tiré contra el flanco de Héctor. Rebotó en la piel y cayó, cerca de su compañero. No movió un músculo, ni siquiera un reflejo en la mirada, fija, hacia delante.

El tercer cigarrillo también pasó por mis labios. Contuve el humo en mi boca. Me incliné, acercando mi cara a la de mi esclavo y se lo solté. La primera vez fue rápida, por sorpresa. El chorro de humo golpeó su mejilla izquierda. Si se sobresaltó o no, no podría decirlo. El caso es que no se movió, sólo parpadeó.

Volví a aspirar. Inteligentemente, decidió aguantar la respiración en previsión de otro ataque. Me di cuenta de sus intenciones. Me puse como él, a cuatro patas, enfrente y aspiré profundo otra calada. Calculé hasta cuándo podía contener el aire y cuando vi que se desmoronaba, dejé que el humo contenido entre mis dientes y mi garganta bañara muy despacio su cara. Todavía resistió un par de segundos antes de tener que aspirar de nuevo, esta vez mi respiración y el tabaco.

Tosió un par de veces y le lloraron los ojos, irritados. Yo me reí, complacida de su derrota. Me incorporé. Aunque sabía que no era justo, iba a castigarlo. Yo puedo saltarme incluso mis propias reglas. Antes de sentarme, dejé el cigarro encendido sobre su espalda, justo en el punto en que comienza la rabadilla, en un sensual valle. Allí el calor lento y constante del cigarrillo haría estragos en su piel.

Siguió impasible y mudo, fiel a mi voluntad. Era el momento adecuado para comprobar su autocontrol. Con la punta del zapato, rocé su muslo. Escribí mi nombre sobre su costado. Acaricié uno de sus pezones. Estaba muy bien entrenado y no reaccionó. Sólo pude apreciar un aumento en la erección. Descaradamente sostuve su sexo con el zapato. Sabía que le encantaba eso. Tuvo un escalofrío y el cigarro se movió un poco, mortificándole por su falta de dominio.

Me descalcé el otro pie, el izquierdo. Se lo acerqué al cuello, arañándole suavemente la nuez mientras con el otro pie procuraba hacerle cosquillas entre el ombligo y la axila. El vello se le erizó. La piel del escroto se retiró, dejando al descubierto el rojo glande. El humo de los dos primeros cigarrillos casi se había extinguido.

Quería provocarle más. Con el dedo gordo le separé los labios. Notaría cualquier movimiento. Jugué a taparle con los dedos los orificios de la nariz. Se saturó del olor exquisito de mi pie y se rindió. Tímidamente sacó la lengua y rozó con ella la planta. Me hizo unas agradabilísimas cosquillas.

Se hizo más atrevido y besó el dedo meñique. Lo rodeó con los labios y succionó. Me encantó la sensación. Pero ya había desobedecido demasiado y le privé de más placer... al menos de ese tipo.

Suficiente; te queda mucho por aprender. –

Lo siento, ama. – se disculpó. Noté que no era sincero. Para él esos segundos en que había saboreado mi piel eran suficientes.

Tomé el cigarrillo de su espalda y lo tiré al suelo enfrente de él. Le ordené, severa:

Apágalo. –

Entendió por mi firmeza que debía hacerlo con la palma de la mano. La puso encima de la colilla, pero no se atrevió a aplastarla. No tenía miedo. ¿Por qué no obedeció, entonces? Lo descubrí enseguida, cuando le pisé con el pie descalzo la mano contra el cigarrillo: quería sentirme otra vez. Fue hábil, y aunque le costó una pequeña ampolla en la palma de la mano, me engañó para que le volviese a tocar sin darme cuenta.

Otro día me vengué de él, pero en el cuerpo de otro esclavo: Ricardo. Era un hombre maduro, buen esposo y padre, pero obsesionado conmigo desde que me vio en una revista. Con él me hice de rogar mucho, pues quería estar segura de que lo que sentía no eran sólo ganas de cambiar el lecho marital por las esposas que adornan el cabecero de mi cama.

No quería que le fuera infiel a su mujer, así que cuando quedé con él le advertí que no habría contacto entre nosotros. Él aceptó, gozoso de poder ver a su "musa" aunque no pudiera tocarla.

Apareció, puntual, en mi puerta. Al abrir me lo encontré arrodillado y mirando al suelo. Me pidió permiso para mirarme. Se lo di. Alegre levantó la vista y a través de unas gafas minúsculas contempló a su dueña. Le dejé un momento que se recreara, pero enseguida le indiqué que me siguiera dentro de la casa.

Fui al salón, con Ricardo detrás. Sentada en un cómodo tresillo, le expliqué los planes que tenía:

Voy a vestirme para ir a recibir a un amante. A él lo voy a someter, pero no a ti. ¿Comprendido? No vamos a tener una sesión tú y yo. –

Como tú mandes, señora. Sólo es hecho de estar junto a ti es para mí suficiente recompensa. – se apresuró a responder.

Me ayudarás a vestirme de ama, pero no podrás verme. –

Una vez aclarado esto, que para mí era esencial, pasamos a mi cuarto. Le enseñé mi armario, donde guardo la amplia gama de vestidos y complementos de estricta gobernanta. Le encantó, tanto que le permití escoger mi ropa para la ocasión. Cuando hubo elegido (con muy buen gusto en cuanto a la combinación de prendas y colores) le ordené que se quitara todo menos los calzoncillos.

Enseguida tuve delante de mí, obediente y dispuesto, a Ricardo desnudo.

De rodillas. –

Así lo hizo. En esa postura vería su paquete marcarse bajo el slip gris que traía. Luego le hice sujetar un espejo de un metro de alto que me serviría a mí para vestirme y a él para no verme mientras me desnudaba.

Sujétalo bien y no se te ocurra mirar o... –

Le enseñé una fusta que le castigaría. Seguro que hubiera preferido arriesgarse a echar una miradita, pero le dejé bien claro con una fría mirada que no sólo recibiría los golpes, sino que no volvería a verme jamás.

Comencé el ritual de quitarme la ropa que llevaba puesta. Desabroché los botones de la blusa de abajo hacia arriba. Ricardo oyó cuando la dejé caer al suelo. Supongo que se imaginaba de qué color tenía el sostén. Él no lo sabía, pero era blanco.

Me bajé la cremallera de la falda con cuidado de producir un sonido continuo. También tuvo que oírlo. Dejé que la prenda cayera simplemente hasta mis pies, y con levantar estos la aparté de mi cuerpo. No produjo ningún sonido e hizo una caída muy limpia. La caricia sobre mis piernas perfectamente depiladas me hizo estremecer, pero no llegué a gemir de gusto.

Tal vez por el rabillo del ojo Ricardo vería la ropa que ya me había quitado. Estaba empalmado. Un montículo había deshecho las arrugas del frente del slip.

Me quité el sostén. Arriesgándome a que justo en ese momento me mirase, me di la vuelta y solté las tiras del sujetador. Pocos segundos después tenía los pechos libres. Lancé la prenda íntima por encima del espejo, con la intención de que cayese justo encima del rostro de Ricardo, pero me pasé y terminó a sus espaldas. Seguramente lo vio volar sobre su cabeza, atravesando la barrera que para sus ojos suponía el espejo.

Al sostén le siguieron las braguitas, pero muy rápido. No quería que supiese que ya estaba desnuda. Las dejé en el suelo sin hacer ni un murmullo, en completo silencio.

Me miré al espejo. Detrás del cristal estaba mi admirador, al que le había prohibido expresamente verme hasta que yo lo consintiera. El ángulo que formaba devolvía mi reflejo engrandecido. Me veía más alta, terrible, despótica, como si me mirase una cucaracha antes de aplastarla. Nunca me había visto tan soberbia. ¡Así era como me veían mis esclavos!

Los dedos del hombre rozaban el cristal. Me molestó. Sabía que era muy complicado sostener el peso del espejo sólo por el marco, pero me resultaba insultante la idea de que Ricardo tuviera derecho a tocar mi imagen desnuda aunque se tratase de un reflejo. Tomé la fusta y aparté los dedos con dos azotes medidos que le hicieron comprender que no era merecedor ni siquiera de palpar a su ama reflejada.

Me puse la primera prenda elegida por Ricardo: un body de gasa negro ajustado. Tuve complicaciones para anudar los lazos a mi espalda, acostumbrada a que fuese uno de mis criados quien desempeñara tal servicio... o privilegio.

Después unos guantes de seda, azul muy oscuro, se acoplaron sin problemas a mis delicados brazos. Volví a mirarme, en parte para comprobar si Ricardo había comprendido la prohibición anterior, en parte para ver qué tal me estaba quedando la ropa. En ambos casos quedé complacida.

Ya únicamente quedaban las medias, los zapatos y lo que me quisiera poner encima. Ricardo no se había atrevido a tocar ni una de mis braguitas, como si las mancillase sólo con mirarlas. Iría son bragas. Hacía tiempo que no lo hacía y me pareció enseguida que sería divertido.

Enrollé sobre sí mismas ambas medias para poder ir deslizándolas desde la punta del pie. Era difícil mantener el equilibrio. Tendría que apoyarme en alguna parte. Busqué por la habitación y en el bulto cada vez más pronunciado del silencioso Ricardo encontré un perfecto escabel.

Sin ningún miramiento a si le haría daño o no, le pisé el bajo vientre. El espejo se movió, demostrando la sorpresa de quien lo sostenía. Me daba igual. Sin misericordia, aplasté el paquete contra los muslos y empecé a subir la primera de las medias. Imagino que para él debía suponer una increíble mezcla de humillación, dolor y placer sentir mi peso encima de su sexo, a pesar de sus calzoncillos de algodón y la seda de la media; y ver mis manos enguantadas ir desenrollando sin prisa la prenda sobre la preciosa pierna.

Él no quería que aquello acabase. Le había dicho que no tendríamos contacto físico y no se habría esperado esto. ¿O tal vez escogió las medias a propósito para que yo tuviera que usarlo como taburete?

Pasé a la otra pierna y repetí el morboso juego. Cuando ambas medias estuvieron a la altura de mis muslos, las sujeté con las pincitas del body. Luego me puse los zapatos, rojos, de plataforma. Tenían broche y de nuevo tuve que utilizar el pene erecto de Ricardo como soporte. Había sido demasiado listo. Se lo hice pagar. La punta del zapato se clavó en su pubis, y el tacón casi atravesó el glande por debajo del slip. Hice fuerza para que sintiera dolor. Gimió y paré, pero repetí, en cuanto tuve el zapato bien abrochado, con el otro pie. Volvió a gemir, castigado por su presunción.

Por último, me aparté sin dejar de mirar al espejo, hasta el armario. Sabía que ese sería el momento más idóneo para mirarme, cuando creyera que me había dado la vuelta para buscar en el armario el abrigo que ocultaría mi atuendo. Tal y como pensaba, lo cacé. Por un lateral del espejo vi su cara.

Se acabó. –

No pidió disculpas. Tampoco las habría aceptado. Le ordené que esperase fuera del cuarto. Así lo hizo, en silencio. Me había desobedecido y yo me había enterado. No volvería a verme. Me puse una gabardina larga y salí. Me despidió con algo que intentaba ser reverencia. No hizo falta repetirle otra vez la recompensa que tenía verme desnuda. Desapareció en el ascensor.

No todo, querido lector, es un campo de flores. A veces historias que podrían haber sido hermosas entre un ama y un esclavo no llegan a realizarse por culpa de uno de los dos, de su falta de paciencia. Pero Ricardo se llevó algo más de mí que yo no sabía, porque al mes de habernos despedido, me llegó una carta suya en la que me felicitaba por mi cumpleaños diciendo" ...que pases un buen día, mi dulce hada..."

¡Luego también me había mirado cuando me di la vuelta para quitarme el sostén, porque si no, no sabría que en mi nalga derecha tengo tatuada un hada desnuda!

Texto agregado el 13-03-2006, y leído por 1970 visitantes. (0 votos)


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