En la juventud temprana dormía sin límite, como sin interés por la vida, o retrasando el momento de vivirla o quién sabe si como viviéndola con menos premura, sabiendo que tenía toda una vida por delante. Me levantaba en casa de mis padres, en esa rutina conocida, en el seno de mi familia, un organigrama descubierto y en proceso de asimilación. Hundida en la ciénaga de la confusión total propia de la edad, sabía que el día me atormentaría, pero lo que más me aturrullaba era saber si el tiempo mitigaría ese sentimiento. Hoy, me he despertado tranquila, relajada, en paz conmigo misma, al calor de su cuerpo, al olor de una mañana de domingo… le he achuchado, le he tocado, le he besado, le he sentido… y saciada mi ternura, he bajado a desayunar. Cafetera guardada y limpia, pequeña, ¡solo para mí!, suena el grifo, la lleno, enciendo la vitro, colmo el pocillo de ese aromático café que despierta mi pituitaria, la enrosco, la poso sobre la placa, saco el tazón, la leche, microondas,… y ahí, cuando todo el proceso está en marcha, le siento mirándome, con esa testa grande, peluda y negra, dominada por esos ojos vivos, tiernos y profundos en su oscuridad. Comprueba que estoy sola, que ÉL no se ha levantado todavía, que el día está en marcha, que todo va bien, gira varias veces sobre sí mismo como una enorme peonza y finalmente decide adormilarse con una fruición sibarítica, a sabiendas de que él pronto se levantará y le llevará a dar su paseo matutino, ése que tanto le gusta. Dicen que no existe la felicidad en la elegancia sino en la vulgaridad, pero que nadie quiere definirse como vulgar; Pues, ¡no tengo miedo a tal epíteto!
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