El Dolor entra por los ojos y es todo lo que se mira. Es todo lo que se mira y no se siente. Y es todo lo que se mira y se siente. Es todo lo que se mira. Y todo lo que se mira y no duele no es más que una agradable distracción: El Recuerdo. Y El Recuerdo también duele porque abre en nosotros La Nostalgia. Y cuando La Nostalgia nos habita no se satisface con nada de lo que se mira, busca y no encuentra, busca en todas partes y no encuentra y se incrementa así La Nostalgia y se alimenta así de nuestros cuerpos que enflaquecen y palidecen ante la ajenidad tan monstruosa que se siente ante todo lo que se mira: EL Desprecio. Y El Desprecio desprecia también a todo lo que se mira y no duele, por temor al Recuerdo, por temor a La Nostalgia: El Temor. Temor de sentir Dolor en todo lo que se mira. Dolor de sentir Desprecio ante todo lo que se mira. Se ansía entonces El Recuerdo y se teme La Nostalgia, pero esta última es, indudablemente, la fiel acompañante del Recuerdo y la causante del más agudo Dolor: el no hallar nada en nada: la prueba irrefutable de que en todo lo que se mira no hay nada por hallar: La Desesperación. Para aquel que se controla, La Desesperación no es más que una arritmia en el pecho, que una languidez en la piel: La Indiferencia; virtud marchita de aquel que controla su Desesperación. La Indiferencia, compañera de ese nudo en la garganta que se vuelve piedra. Virtud marchita, repito, sabia: ella nos abre los ojos para la contemplación de los iguales. Ella nos abre los ojos para la contemplación de las masas sin vida y en ellas nos muestra nuestro rostro: aquello que nos negábamos a ver, en nosotros: que nuestro rostro y figura es igual a todo lo que tanto nos duele ver.