Por no tener que hacer
Por no tener que hacer, y tanto en que pensar, me fui a caminar. Santiago no es el mismo desde que abandoné el calor del contacto de su asfalto por la comodidad asceta del auto. Mi ciudad esconde tras su tono acromático matices infinitos de historias, redes inacabables de amigos y amigos de los amigos, conocidos, parecidos, parientes lejanos y otros que suenan de nombre, pero no reconocería.
Parece que ayer no más cambiamos en al aire la contaminación social de la dictadura por el smog tan químico y ya tan nuestro. ¿Cuándo se convirtió en patrimonio pulmonar y decidimos rendirnos para no llorarlo?
Es que es tan grande Santiago, que en muchos lugares me siento turista, y me rindo embelesado ante lo sublime de la raza. Y lo descubro. Y me pregunto lo de siempre.
Atravesé la Alameda en paso coreográfico y marchante, protegido y atacado por la diversa fauna conglomerada a esta misma ceremonia. Procuramos, y con espontaneo éxito, coordinarnos sin relacionarnos, y así llegamos al bandejón central, donde el razonador de las esquinas parpadeó amenazante hasta cambiar a rojo. Sólo dos o tres osados desafiaron el tránsito y cruzaron. Mientras yo y el resto de Los Estancados nos mordíamos el labio de envidia por la falta de cojones. Cuando uno queda atrapado en un bandejón sin salida, la atmósfera torna cálida y espesa, aprietas reiterativamente el botón de peatones, encomendándote a Dios y su corte, y a su hijo y a su iglesia, porque necesitas salir de ahí. Locomotoras bencineras desfilan violentas y altaneras, perfilando tu espalda y recortando tu nariz (menos mal que no llovía), mientras el pelo se confunde en el tornado residual de excremento de pistones. Como que el tiempo se detiene a raíz de la aceleración del entorno. Y, por no tener que hacer, en ese instante sublime, fruto de mi avasallada estupidez, prendí un cigarrillo. Lo malo, y que me pasa siempre, es que me cobijo en prender un cigarro para utilizar mis manos, pero luego tengo que fumármelo completo. Y entre altivo e indiferente, perforando con mi cigarro el poliéster de las secretarias que migraban conmigo, me hallé otra vez, pero totalmente distinta, cruzando desde el bandejón a la acera; un bello éxodo redentor, un empujón hacia el destino, un pie para la casa. Ahora, y como equipo o parentesco, con un hálito de complicidad, íbamos, uno a uno, y de a varios, apoyando un pie en el logro, y con el paso del otro definíamos el rumbo. Como un río que desemboca, y que se mezcla promiscuo en el mar.
Este renacer de medio día, y el acto estoico de tener que vencer la acidez para terminar mi cigarro, me mantuvieron distraído hasta llegar a mi destino. En el centro esto del destino es siempre incierto, un tanto azaroso, parece que uno nunca va a la oficina indicada, o con los papeles correctos, o va a la hora de almuerzo, o justo el Sr. Notario tuvo una emergencia, o es día administrativo o cualquier cosa. Pero de alguna manera, y sin malas intenciones de por medio, uno sabe que cuando va al centro será una larga jornada de las muchas que tardará en conseguir el timbre bendito para que timbren el documento que necesitas para que te timbren la factura que certifica que compraste un timbre. Por suerte existen variados oasis en este manicomio de los poderes. Al entrar a la galeria, y para bajar las revoluciones, invertí en una mezcla de Malox y antidepresivo: los lustrabotas. Compré La Segunda, pisoteé la colilla, y me senté en el trono burdeo para que me lustraran las zapatillas. Comentar el clima con estos distinguidos centenarios de la galería, es para mi uno de los placeres capitales, comparable solo con el lavado de pelo que incluye el corte para varón. Éste si que es el oficio más antiguo del mundo, le comentaba a su colega mi terapeuta, mientras me hacía un gesto como para que yo asintiera con una sonrisa. Fíjese que la gente ya no se lustra los zapatos, como que no tienen tiempo pa na’, andan corriendo de allá pa aca’ huyendo del jefe, concluye el catedrático la magistral clase de la evolución y posterior decadencia del oficio más antiguo de su mundo. Le pagué con mil, y no le exigí ni el diploma ni el vuelto. Estaba tranquilo, podía seguir.
No me queda claro a que tendencia arquitectónica corresponden las galerías, pero sin duda todas responden a la misma, así que es inevitable cuestionarse a medida que uno se adentra si es que está en la correcta. Todas tan frescas, tan extrañamente oscuras e incandescentes, todas tan ajenas a la realidad de la calle, tan repulsivamente atrayentes. Para salir de la duda, me acerqué iluso a una bandeja informativa que no contaba con el esperado “Ud. Está aquí”. Es que uno se siente importante, o al menos afortunado de estar precisamente “Aquí”. Presa de la desilusión, me acerqué a un guardia a ver si podía informarme donde podía encontrar agujas para mi tocador de vinilos, y, no sé si para bien o para mal, sucedía, como en casi cualquier caso, que era un experto comprador de agujas para tocadiscos, así que me recomendó ir al persa, local 125, que preguntara por el Pancho y que le dijera que iba de parte del Manuel, el amigo de la Roxana. Ahí si que podía encontrar agujas buenas, por acá le ven la cara a uno y las venden de segunda mano. Como por paciencia o ignorancia no pude contradecirlo, le di las gracias y proseguí, más desorientado que nunca, en busca de cualquier aguja, de cualquier mano, en cualquier estado. Solo quería consumar la transacción, qué importaba ya si salía mala, en la paz de la casa podré enojarme con el vendedor o conmigo mismo por no haber escuchado al guardia, pero ahora realmente necesitaba finiquitar mi pacto con la música estancada en una suerte de bandejón central, sin poder ser oída, inválida y triste. Ya había perdido todo interés en las peculiaridades del centro, en los lanzas, los baywatchs de Lavín, incluso había desistido de cerrar la jornada con un almuerzo express para oficinistas y gringos en “El Rápido”, y estando al borde de tomar el metro e irme, me topé con “Reparaciones y Repuestos Pichara”. Resultó que todo resultó. Por menos de lo que pensaba, compré el repuesto original, totalmente sellado, y a mi licenciatura en arte del lustraje añadí un diplomado en reposición íntegra de agujas para tocadiscos o turntable, según mi mentor. Como mesa que da vueltas, prosiguió. Pero el aprendizaje que realmente me marcó, fue que la felicidad si se compra, hoy fue una aguja, mañana será otra cosa, pero cuando uno termina lo que vino hacer, la felicidad se manifiesta, y todos los pequeños detalles que con tanta facilidad magnificamos, se vuelven incluso pintorescos, anecdóticos o simplemente irrelevantes. Ahora debo volver a casa, instalar la aguja, para estoicamente sobrellevar la acidez que me producirá, casi por seguro, darme cuenta que mis mejores discos, esos que compré sin escuchar, en la calle, probablemente estén rallados.
F I N
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