Y yo no alcanzé a subir. Llegué atrasado, como nunca antes, como si hubiera sido divino. Estaba tan absorto en nuestra despedida, que el avión no me tuvo piedad y se fue.
Cinco minutos, tan solo cinco minutos. Cuantas otras veces viajé y me hicieron esperar segundos, minutos, horas. Pero ahora se fue y yo no pude subir.
No quise que me acompañaras, tendrías que haber dejado de trabajar y yo con mis negocios no te habría tomado la atención que te mereces. Aun así, me despedí, dulce, suave, largamente. Te hice sentir -y ver- lo que yo siento; te amo demasiado.
Y ahora más aún - antes de irme me regalaste la mejor noticia de todas: me dijiste que llevas a mi niño dentro de tí -. no sabes cuánto te amo.
El camino al aeropuerto fue agridulce. Inmensamente feliz, absorto en mi sensación de felicidad por la buena nueva, que incluso llegué a escucharme cantando bobas canciones de amor. Por otro lado, nervioso, apurado, debía llegar a la hora, no podía perder ese vuelo. Si lo perdía, quizás llegaran a despedirme, y ahora más que nunca necesito ese trabajo.
Y no alcanzé a subir.
Ví el avión despegar, elevarse y perderse en aquel azul horizonte. Unos minutos después, mientras me encontraba frente a un café con crema y sin azúcar observé la televisión. El avión estalló.
No terminé de escuchar cuando salí corriendo las veinte cuadras que me separaban de casa. |