La Foto
por Angel Maulén
Ya decidido a hacer como dice y decir como piensa, Urbano no se sacaba de la cabeza aquel sabio pensamiento de la negatividad que le prohibía actuar tan impulsiva e incoherentemente, mientras caminaba por París. París siempre la había parecido una ciudad maravillosa, a pesar de no haberla conocido antes, pero el solo hecho de que Sartré alguna vez se vio sentado en un Café fumándose un cigarro, le había hechizado. Nunca leyó a Sartré. Miraba en todas las direcciones buscando el Café más pintoresco y bohemio del lugar, el que elegiría Sartré, pero aquel lugar mágico no parecía cruzársele en el camino. Que más da, nunca le gusto el café. Para el caso daba lo mismo, entró a un bar cualquiera y pidió una cerveza. Sacó un lápiz y una libreta, cigarrillos y fósforos, y se dispuso a esperar la llegada de su cerveza antes de comenzar a aclarar sus ideas revolucionarias de convertirse en un ser que es mas que las expectativas ajenas: de escucharse a sí mismo y aprender a volar. Seis cervezas y diecisiete cigarros después no solo no se había encontrado a sí mismo, tampoco encontraba sus manos, causa de la borrachera. Ahora sus ideas eran mas claras, el alcohol en sus venas le había abierto el camino a la imaginación y la originalidad, marginando las pecaminosas humanidades mundanas de autorestringirse y sonrojarse, y decidió dejar su manifiesto para más tarde e ir a sacarse una foto frente a la Torre Eiffel.
Urbano era un joven maduro para su calidad de joven. Un post-puber racional con la carencia de soñar mas de lo establecido por el complejo sistema de organización de la civilización de a fines del siglo veinte. Pocas personas lo entendían, no era de ideas claras, aunque era presto a obsesiones pasajeras de carácter intelectual, con tendencias netamente humanistas. Eso le gustaba, sentirse el afortunado que nació en un medio que le permitirá, a futuro, desarrollarse como persona para poder ser el próximo enviado semi-divino que lograra la felicidad. Y que el mundo le reconozca por ello. Decía ser más de lo que era, se adaptaba fácilmente al medio, y, por lo general, caía bien.
Con un prominente acento neo-finlandés le pidió en su mejor francés a una madmuaselle que le fotografiase frente a la Torre. Lo único que recibió de ella fue un sevillano “- no entiendo”. El acento, la necesidad, sus curvas y seis cervezas hicieron que el desarrollado mujerómetro de Urbano pusiera la malgastada testosterona a llenar de planes de conquista la dispersa mente de este cazador sin balas.
- ah, habla español, que bien... eh, solamente le pedía si me podía sacar una foto frente al este “poste del alumbrado eléctrico gigante”
Dijo con humor patético Urbano, mientras se arrepentía de cada cosa que iba diciendo. “Poste del alumbrado eléctrico gigante” no era precisamente lo que nadie categorizaría como “humor rápido con aire de conquistador”, y eso, Urbano lo sabia.
- Como no, venga la cámara que ya se la saco... donde aprieto, okey vale.
Ansioso, exaltado y con su procesador mental trabajando a cien, Urbano buscó su mejor posición (ya le habían dicho que a pesar de su aturquesada nariz su mejor lado era el perfil) y miro hacia el horizonte, posó las manos en las caderas, hundiendo el estomago lo más posible pero sin inflar las mejillas, erguió la frente y sonrió como si alguna vez, fuese a mirar la foto.
- Ya está- dijo honrosamente Michelle, mientras sonreía con sugestiva simpleza.
Michelle era una madrileña de rasgos utópico-afrodisíacos; una boina roja semi-caída cubría su deslumbrante cabellera rubia, lisa, frágil. Más abajo, un abrigo gris la protegía del invierno parisino y una falda escocesa exponía sus piernas largas, sinuosas, cubiertas de unas medias amarillas que resaltaban el contraste de su innata belleza. Su piel era grácil, notoriamente suave, y el frío destacaba su blancura. Sus ojos pardos, intensos, profundos, de pestañas larga y sensuales, con una delgada línea de sombra negra-azulina; los pómulos alzados, los labios rojo intenso y la nariz respingada. Emanaba una sinceridad cautivante. Su cuerpo era delgado, frágil, puro, virgen, del tipo que uno intenta proteger pero no puede evitar apasionadamente destruir. Era belleza. En todo su esplendor.
Moralmente destrozado, Urbano intentaba retenerla a su lado utilizando todos sus recursos. Pero ella se iba... se alejaba. Un mar de ilusiones se desvanecía en la soledad de Urbano. Un mundo de proyectos se volvían escombros. Sus ojos cristalinos, sus manos vacías, su invulnerabilidad fusilada. Y ella, indiferente, se alejaba. Y ni siquiera sé su nombre. Y ni siquiera sé que piensa. Y ni siquiera sé quien es. Si está sola, si está enamorada, si tiene familia, si tiene amigos. Y decidió seguirla. Era él, un terrorista de la incertidumbre, un James Bond del azar. Adoraba su caminar, idolatraba su talle, su relación con el medio, con París. Ella era París.
Tras unos cuantos minutos de minucioso seguimiento, la vio entrar en un Café, pequeño, cálido, bohemio, como el que escogería Sartré para fumarse un cigarro. Con la luz tenue promovida por las velas, y haciendo florecer toda su esquizofrenia, Urbano se sentó con ella. Tras un eterno momento de incomodo silencio, y ya instalado en la mesa, Urbano resucitó. “Te molestaría disfrutar de un café con mi humilde compañía, o me tiro al Sena...” preguntó con mirada poética y sonrisa picaresca Urbano. “Como no, si ya estás aquí, que más da...” dijo ella sonriendo, sin desviar ni un instante su mirada de los ojos de Urbano.
Sonaba distante un bandoneón, un fiel imitador de Gardel lloraba unos tangos en mal castellano. ¡Clang! sonaban estridentes, como una campana en un viejo monasterio desolado, los múltiples brindis parisinos de borrachos sin pasado ni futuro, que ahogaban sus penas en licor. Nadie escuchó sus brindis, nadie supo que celebraban, a quien maldecían, ni como iban a pagar la cuenta. A nadie le importó. En otra mesa se encontraba una pareja, ella lloraba y él la acariciaba, mientras con la otra mano bebía algo que parecía ser un aguardiente de caña. En la barra, había todo tipo de especímenes; hombres de terno, que tomaban tragos largos y daban buenas propinas, gente corriente, con la mirada perdida en el horizonte, los infaltables rufianes montoneros que pueblan los bares de todo el mundo, hablando fuerte y sin notar que la cerveza les corre por las barbas, turistas asiáticos, sacando fotografías y hordas escondidas en la penumbra. En los muros, grandes candelabros alumbraban funestamente un rincón, intentando quizás, crear un ambiente un tanto gótico, un tanto místico. Ya la cera se escurría por el bronce desgastado, en actitud libertina, intentaba volar por los aires, planear por el cielo, pero la gravedad inicua las forzaba a estrellarse en el suelo, creando un cementerio de esparcimiento de cerumen, mezclándose los cadáveres con colillas de cigarro apagadas, restos de barro, polvo milenario, ceniza de tabaco y otros ingredientes substanciales de un piso de bar.
Michelle sacó de su cartera una pequeña libreta revestida en corcho café, una pluma corriente, miró a Urbano, y comenzó a escribir. Lo miraba y escribía. Miraba y escribía. Y después de un par de minutos, Michelle leyó en voz alta...
Intimidad febril, que arropa mis entrañas- inmunidad gentil...
Paciencia insoluble. Consciencia marchita.
Locura insalubre.
Siente el latigazo de tu destino. Arde huraño en tu cobijo.
Inmortalízate en el libro de las mil y una personas más siniestras.
Detéstate. Por piedad detéstate.
Ya me desdeñaste. Ya me degollaste.
Soy pánico y abandono.
Soy lo que hiciste de mí.
Urbano quedó perplejo. Un poco encantado un poco asustado, no supo qué decir. Y no dijo nada. Michelle se paró, y se excusó para ir al baño.
La policía no entendía la versión de Urbano. El traductor no llegaba nunca. Urbano exasperado, a punto de perder el control, leyó una y otra vez, los versos que Michelle le escribió, momentos antes de suicidarse en el baño.
F I N
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