La niña no lograba que sus palabras imitaran el vuelo libre de un insecto y que, luego de circunvolar enloquecidas, como mariposas embriagadas, se posaran sobre el papel –o en este caso, en la pantalla- para diseñar el esbozo de una sonrisa. No, sus palabras se quedaban adheridas al papel como monjas recoletas que caminaban en puntillas suspirando, si se quiere, con cierta severa trascendencia. No, las sonrisas se le desdibujaban y se transformaban en muecas filosóficas, en textos solemnes que bien servirían más tarde como responso o como leit motiv para una misa de réquiem. Perseveraba, sin embargo y rehacía esos textos como quien tira los dados al cielo esperando una buena mano, tanto era su escepticismo y su desesperanza. No había caso, la formalidad se elevaba concreta como una mansión forjada en acero, la alegría se solidificaba como una negra estatua en medio de un desierto, lo que pretendía plasmar como un agradable coloquio, se trastrocaba en un texto arduo y fatigoso y las carcajadas se quedaban atrapadas en el rictus y parecían la sonrisa fría de la hiena.
Sin embargo, su pasión era escribir incansablemente y pese a que sus esperanzas estaban cifradas en crear mundos coloridos, se había llenado de tumbas y mamotretos.
Pero como cada afán tiene su recompensa, cierta tarde se topó con un payaso que tenía la facultad de hacer reír hasta a los afligidos concurrentes a un funeral. El tipo aquel activaba a voluntad la cuerda que en ella tañía tan mal, tomaba un adoquín y lo convertía en una rosa, elevaba sus manos al cielo y un enjambre de mariposas multicolores lo perseguían por todos lados como si fuese el Hamelín de dichos insectos. Esta es la mía- se dijo entonces Alicia y se aproximó a ese tipo fabuloso que podría enseñarle sus secretos.
-Dibújame una de tus sonrisas- le dijo ella desafiante al tipo, quien la miró sorprendido porque nadie le había pedido nunca que hiciera eso.
-Por favor, le dijo ella y le extendió papel y lápiz. El payaso, inquieto, titubeó un instante y no muy convencido, trazó una línea en el papel que parecía cualquier cosa menos una sonrisa. Alicia, eufórica, besó al hombre y se retiró radiante del lugar.
Nadie podría explicarlo, pero desde aquel episodio, Alicia ha aprendido a alivianar sus palabras. Ahora, sus textos son chispeantes, coloridos, de sonrisa espontánea y calidez que invita a la intimidad. Se pasa tardes enteras llenando carillas y más carillas, las que sobrevuelan juguetonas como palomas blancas. Nadie se explica que fue lo que sucedió, por lo que, cuando alguien le pregunta a la mujer cual es su secreto, ella sonríe misteriosamente mientras observa de reojo un cuadrito clavado frente a su mesa de trabajo y en donde se destaca una deslavada línea que talvez quiso ser una sonrisa…
Texto dedicado a Entrelíneas
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