A trescientos kilómetros del último pueblo habitado que respira el pesado aire de la ruta que lo bordea, se alzan al final de un camino aparentemente interminable, las mesetas más desiertas de toda la región. A velocidad normal, el espacio recorrido ofrece el mismo panorama: la tierra arde y a lo lejos se levantan columnas de vapor por el asfalto que parece derretirse por el calor. La temperatura alcanza los treinta y ocho grados a la sombra, quemando pastizales aledaños, maizales y arboledas frutales, alimentando cardos y yuyos xerófilos que a cada hora desarrollan nuevos brotes con espinas que coronan el borde del pavimento.
A ochenta kilómetros por hora, más o menos, el viento que pega en la cara por la ventana del vehículo atraviesa la piel del viajante como si fuera acido, mientras el sudor hirviendo se evapora antes de tocar el aire sobre la mansa y caliente superficie de su rostro...
Al pasar por el tercero de los cinco carteles informativos de la zona, un viajante se dio cuenta que llevaba toda la mañana conduciendo y, pasado el mediodía, la temperatura se incrementaba y desde la meseta se levantaba una brisa sucia de tierra y polvo que, combinada con el terrible calor de la atmósfera, hacían de la travesía un pasaje tortuoso al último de los infiernos.
La comida se le pudría en la lunchera, las bebidas que anteriormente habían sido guardadas en el refrigerador portátil estaban a temperatura ambiente y los cubos de hielo se habían derretido por completo.
Sin probar bocado en el camino y en un estado previo a la deshidratación, el viajante se adormecía conduciendo debido al sopor. En el cielo no había ni una sola nube. Los vapores del suelo parecían levantarse y descubrir inexplicabes oasis en medio de la ruta, pero solo era una ilusión óptica producto del delirio y la fiebre. La luz se proyectaba amarilla y naranja, vertical y perpendicular al suelo, sin generar sombra alguna, calentando el cuero, el metal y el plástico del vehículo. El conductor sentía que la cabeza le explotaría del increíble dolor en las sienes debido a la insolación y la presión, y se abanicaba con unos papeles mientras conducía; miraba de reojo el camino hacia adelante. Pero todavía faltaba demasiado para llegar a su destino, el camino que se abría en frente del viajero era siempre el mismo, igual interminable, sin vestigios de una ruta alternativa, desvío o meseta boscosa.
Al mirar por el retrovisor, lo que se alejaba no era más que un tramo de la ruta adornado a ambos lados por una fina vía de arena y piedras que lo separaban de una espesa capa de meseta caliente salpicada de tosca vegetación desértica.
Una vez agotadas las bebidas templadas del minirefrigerador, cuando parecía que finalmente era necesario parar a descansar a un costado aunque no hubiera sombra, a lo lejos, se divisaba la entrada de una hacienda en medio de un horizonte marrón tierra infinito e indefinido que durante muchas horas había amenazado con mantenerse inquebrantable. Diez kilómetros más tarde luego de pasar el último cartel vial con indicación de desvío al kilómetro veinte, alcanzó el último pueblo, Solari, destino del viajante.
Solari era un pueblo relativamente pequeño, rural, apartado de toda característica urbana. Se componía de casas pequeñas rústicas con amplios terrenos destinados al cultivo. La gente era amable y trabajadora, y tenía la costumbre de recibir con cortesía y amistad a los visitantes.
En esta época era común la entrada de extranjeros, sobre todo profesionales, ingenieros, arquitectos y demás trabajadores urbanos, ya que se había hecho de público conocimiento el problema que aquejaba a este pueblo: la sequía. Hacía más de seis meses que no se sentía una gota de lluvia, los cielos permanecían despojados desde el alba hasta el ocaso y las cosechas se perdían mensualmente. El pueblo había intentado obtener ayuda del gobierno pero éste se había deshecho en promesas; la ayuda nunca llegaba y la infraestructura que ofrecía para la irrigación artificial era insuficiente para cubrir en su totalidad la amplia extensión de los cientos de hectáreas de sembradío.
Para la vida diaria, el pueblo recogía el agua de un arroyuelo aledaño, pero en una determinada época del verano las aguas bajan turbias debido a la erosión que arrastran desde su nacimiento en los altos áridos de la meseta. A pesar de esa natural fuente, no había manera de llevar el agua hasta los cultivos.
La situación de Solari era muy grave. Alejado de la ciudad y de toda forma de vida urbanística y moderna, apenas contaba con servicio de electricidad y gas, y el asunto del agua siempre fue preocupante, especialmente en esta época donde los pronósticos meteorológicos fueron más negativos que nunca, pero nunca se pudo resolver completamente.
Sin embargo las cosas cambiaron después de la llegada del viajante. éste habría comentado a los pueblerinos que era ingeniero hidráulico y que venía de la ciudad. Ésto provocó en el pueblo un reconocimiento de tipo mesiánico hacia el desconocido, y muy pronto se empezó a comentar en voz baja sobre un supuesto proyecto para relevación de terreno a fin de instalar una bomba que extraiga, purifique y distribuya el agua del arroyuelo hacia las casa y las cosechas.
Lo primero que hizo el turista fue dejar el automóvil en la entrada de la oficina de controles y dirigirse en absoluta soledad hacia el arroyo. Allí pasó varias horas bañándose en las cálidas aguas y disfrutando del silencio y el aire húmedo de los rincones con sombra de la orilla. Después permaneció un largo rato parado al borde del caudal, observando con detenimiento su movimiento y velocidad, sin percatarse de que varios hombres importantes del pueblo lo observaban escondidos.
-Está estudiando el arroyo, hace unas anotaciones en esos papeles que trae consigo, deben ser cálculos de ingeniería -dijo uno.
-Claro, va a medir la profundidad de la fosa, luego la constistencia de la tierra a ver dónde se puede cavar para inyectar la bomba - dijo otro.
-Va a traer gente de la gran ciudad, van a venir hasta los de la televisión! - dijo un tercero con gran ánimo.
Antes de que pudieran pronunciar otra palabra, los tres hombres quedaron cara a cara con el anónimo ingeniero, a quien miraban azorados con una mezcla entre admiración y espanto.
-Vine por el agua - dijo el recién llegado.
Esa fue la única frase pronunciada referida a Solari. Sin embargo los hombres corrieron a comentar en el pueblo que había llegado un ingeniero para salvar las cosechas. Todas las familias querían recibir al extranjero y peleaban por acogerlo; el hombre aceptaba de buena manera absolutamente todas las invitaciones pero siempre se encontraba distante, mirando hacia el arroyo y apretando sus papeles llenos de notas, apenas pronunciaba palabra.
Seis días después el calor sofocante había terminado de fundir las últimas flores amarillas de los maizales, poniendo en peligro la alimentación, la economía y la vida de los habitantes del pueblo. La gente ya empezaba a preguntarse qué ocurriría con la supuesta bomba de agua para el riego, pero nadie quería irritar la grave reflexión del taciturno y solitario hombre que diariamente se agachaba con sus papeles a contemplar las aguas.
Al séptimo día un anciano muy reconocido en el pueblo se atrevió a acercarse al ingeniero y lo sacó de su meditación, preguntándole con voz representante del resto de la gente que lo escoltaba:
-¿Y, jefe?, ¿para cuándo el asunto del agua?
-Ah, sí...el agua - respondió
Dicho ésto, se levantó del suelo y se alejó en dirección a su vehículo y se subió en él; arrancó el motor y avanzó ante la mirada estupefacta de todo el pueblo, perdiéndose con auto y todo en las entrañas abrasadoras de las mezquinas aguas. Al pie del arroyuelo quedaron sus cartas de amor hechas un solo bollo.
Esa misma tarde cayó el peor temporal del país y Solari regó sus tierras con llanto.
|