Las agujas de la cómoda señalaban las cuatro y media. Alfredo empezó a alistarse junto con su hermano. Solo una mochila era su equipaje, solo él viajaría. Se detuvo un instante a ver a su mamá durmiendo. Ella, con una colcha rasgada cubriéndola, y una expresión de frío en su rostro dormido. Un soplido de aliento congelado y a Alfredo le empezó a recorrer un presentimiento escalofriante por todo el cuerpo. Su hermano y él salieron de la casa y se dirigieron a afueras de la ciudad, hacia la Panamericana Norte donde la ciudad nacía.
Había neblina, la primera de ese otoño. No había muchas personas esperando el ómnibus. A lo lejos de la carretera se empezaba a distinguir dos luces amarillas que se asomaban. “Ahí viene, hizo una pausa y giró el cuello hacia Alfredo para decirle, súbete en los primeros asientos y no te quedes dormido cuando llegues, hasta México y luego tomas la combi y por favor, ten cuidado, Está bien, mientras asentía con la cabeza”. El ómnibus se detuvo junto a ellos. Alfredo lo abordó de inmediato, sentándose junto a la ventanilla. Miró por ahí. Su hermano le hacía el ademán de despido, Alfredo le devolvió el saludo.
Era su primer viaje solo y duraría dos horas. Afuera, tras la ventanilla una capa de bruma empieza a posarse con mayor grosor. Su aliento y respiro algo agitado la empañaban también por dentro.
La oscuridad yermaba el camino. Se esforzó para observar el paisaje. Pasaron minutos y cerró los ojos. Había mucha neblina para ver las aguas del mar de Pasamayo que estaba después del barranco que nacía a escasos centímetros después del asfaltado de la carretera por donde recorría el bus que lo transportaba. Podía escuchar el susurro de un reventar de olas, casi se sentía moviéndose en aguas agitadas, como si fuese un bote. A su mente le llegaron imágenes de él viajando en el bus que lo transportaba y que corría tanto y tanto y como Pasamayo además de sinuoso es maldito, el bus se desbarrancaba hasta el fondo del precipicio y todos los demás pasajeros, justo antes del impacto mayor, se despertaban para luego golpearse contra los asientos o ventanas y acto seguido encontrar la muerte. Abrió los ojos y exhaló un soplido de aliento congelado. No supo al fin, si solo lo pensó o lo llegó a soñar.
Habían pasado varios minutos. Seguía oscuro, era casi las cinco. Había dejado atrás el camino sinuoso. En la gareta del peaje, entrando a Lima, percibió un frío que no provenía del ambiente, ya iba a empezar a pensar qué era aquello cuando un toctoc le interrumpió. Una señora le golpeaba la ventana de su lado para ofrecerle alfajores, empanadas y frutas. Ambos, a la vez tocaron la ventana y la frotaron para quitar la humedad que se posó. Alfredo, llegó a ver el rostro de la señora, mientras que ella alzaba la caja que llevaba y se fue caminando por el lado del bus. Recordó a su madre. Se sintió frustrado, supo que el frío que antes había percibido era de la señora y que ese frío lo acompañaría. Trató de dormir para aliviarse, no pudo.
Llegaban al centro de lima. Eran casi las seis y la oscuridad no se disolvía. Una de las calles tenía un largo by pass. Entrado en el, unas luces amarillas permitían ver con cierta claridad lo que ocultaba: personas durmiendo, algunas recostadas a las paredes; otras, en la misma pista, con bolsas de plástico entre sus manos, sucios, vestidos con harapos, los hombres con barbas de meses. Comenzó a sentirse solo, vacío y confundido. Llegaron a la estación, se bajó y caminó a prisa hasta sentir un pequeño mareo, casi vomitó. "Hasta México". Llegado a la calle abordo la combi que lo llevaría hasta su destino, a unos treinta minutos. Otra vez empezó a recorrer las calles. No pudo dejar de ver hacia fuera, tras la ventanilla. En este nuevo recorrido vio a personas rebuscando entre los escombros esparcidos en las calles, varios ancianos descalzos comiendo algo que recogían, algunos niños que merodeaban en los desperdicios amontonados como cerros y a algunas casi indistinguibles mujeres recogiendo plásticos, cartones y demás cosas para venderlas. Mientras más avanzaba, más náuseas se provocaban. Sintió angustia, desesperación, desconsuelo, como si fuese él quien estuviese caminando descalzo sobre los escombros, como si fuese a él que le están dando todas las náuseas que a esas personas, no les dan.
A poco más de las seis y media, el día no se aclaraba. Los postes pronto dejarían de alumbrar. Se bajó de la combi, divisó en la acera de enfrente: "Allá es", se dirigió en su acera, la pista era transitada y unas mallas puestas en la mitad y a lo largo de pista le impedirían cruzarla. Buscó un puente peatonal, tuvo miedo, Un puente, pensó resignado.
Lo encontró a unas cuadras más allá. Caminó hasta llegar ahí. Se detuvo a mirarlo. Aunque éste era peatonal, también hospedaba a personas durmiendo y un pequeño montículo de basura lo adornaba a pocos metros. Se percató de alguien echado en los escalones. Subió el primer peldaño, el segundo, al tercer peldaño vio el rostro de la persona; era una anciana, cubierta en mantas negras en posición fetal, ella clavó su mirada en él, parecía enojada, como reclamándole algo, quizás, las diferencias entre ambos. Le estalló un golpe en el pecho, no quiso pensar en nada para no llorar. Mientras seguía subiendo, recordó todas las pobrezas, las desesperanzas, desconsuelos, soledades, fríos, náuseas que había llegado a sentir por medio de las demás personas. Una sonrisa maliciosa encajó en su rostro. Llegó hasta la cima del puente y caminó por el espacio reducido que había. Se quedó en la mitad del puente como si hubiese llegado a su verdadero destino. Observó el paisaje bajo sus pies, los carros aceleraban cada vez más y una escolta de humo se desprendía, un cadáver animal en la pista, moscas a su alrededor y un olor nauseabundo que le iba gustando. Le atrajo enormemente la velocidad de los autos, de los buses, de todo aquello que podía moverse. Quería sentirla, el olor lo seducía. Quiso dejarse llevar por la gravedad. "¿Saltar?". Un perro lo empezó a oler. Volteó a verlo, era flaco, feo, se notaba astroso. "Saltar".
De pronto un rayito de sol apareció sobre él, solo sobre él. Se sintió etéreo, aliviado, un poco feliz, como si le hubiese llegado a comprar un alfajor y la señora le sonriera, como si los plásticos, cartones, en fin, todo aquello, hubiesen podido ser vendidos y las casi indistinguibles mujeres también sonrieran, como si a su madre le hubiesen puesto una colcha más. Volteó a mirar al perro, este le movía la cola. Una sonrisa pura se dibujó en su rostro. "¿Será una oportunidad?". No quiso responderse negativamente y siguió caminando por el puente. Lo seguía el único rayito de luz de la ciudad. Bajó los peldaños mientras silbaba sin observar donde pisaba. Se tropezó con un bulto y bajó la mirada: un hombre tirado sobre las escaleras, sucio, con harapos. Quiso llorar: el rayo de luz sucumbió, todo se dejó tragar por la oscuridad de nuevo, se adhirió a ella otra vez. Sus pies querían regresar hacia la mitad del puente, lo hizo. Se encontró con el perro nuevamente, lo miraba justiciero y sus colmillos amarillos y puntiagudos se mostraban.
Ningún rayito de luz logró penetrar en la ciudad aquel día.
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