La inmortalidad se gana por el miedo.
Yolanda de la Torre.
I
Fría la noche, la calle fría que se extiende sin límites hacia el oriente, fría la luz que la ilumina a intervalos regulares. Frío el aire que respira Esteban mientras camina hacia su casa.
Cuerpos mutilados, la sangre que brota a borbotones a través de extremidades arrancadas, vísceras que asoman de vientres abiertos, mujeres que agonizan con los pechos arrancados, hombres capados, ayes de dolor.
Esteban piensa. La sangre en grandes cantidades llena su pensamiento. Sangre no es un fluido para Esteban; es el sustantivo preciso para el cuento que pugna por salir de su imaginación.
Piensa en Yolanda de la Torres. No en Yolanda; en su cuento, Minuto cero. Un buen cuento de vampiros, piensa. El cuento lo llena. Toda historia es madre de otras historias, habría dicho alguna vez (no se acuerda cuándo).
La historia de Esteban debe estar llena de sangre, de dolor, de quejidos, de torturas. Todo ello englobado en un sólo fin. Su cuento debe inspirar terror; él mismo debe llenarse de miedo al escribirlo. Pero no sólo miedo, también fascinación, debe despertar los impulsos más agresivos de sus lectores.
Fría la noche, la calle fría que se extiende sin límites hacia el oriente, fría la luz que la ilumina a intervalos regulares. Frío el aire que respira. Esteban sube el cierre de su chamarra hasta el límite. Lamenta que su chamarra sea de cuero.
Mujeres atadas al potro de tormento, mordidas que arrancan pezones o penes, bocas que escurren la sangre de las entrañas arrancadas. Esas figuras deben retocar su historia.
Y en el centro, rodeada por los quejidos y el sufrimiento ajeno, una mujer de negro, hermosa. Una mujer que se alimente del dolor. Un vampiro. Una dama y un monstruo en un mismo cuerpo. Esteban piensa en ella, crea su rostro y su cuerpo. Ella deberá elegir entre sus víctimas a aquellos que habrán de acompañarla. Nuevos vampiros entre quienes mueren. Los no muertos que la ayuden a torturar, destrozar y matar.
II
Esteban se detiene. Algo no marcha en toda esa historia en la oscuridad. No es la historia, comprende; es su realidad. La avenida se extiende ante él hasta perderse en varios puntos vagos.
Siente algo (¿miedo?). Alguien lo sigue. Despacio se vuelve. La calle está sola. Más aún, atrás de él la avenida se reproduce, como si atrás y adelante fueran la misma cosa.
Reemprende el camino; tres o cuatro pasos y se detiene en seco. Mira atrás y adelante; el desierto urbano. Lo ha comprendido. No es el camino de su casa. Se pone nervioso. No es miedo, comprende. Es angustia: Esteban ya no sabe dónde es atrás y donde enfrente.
Camina a la esquina. Taxqueña, lee en un letrero. Conoce la avenida, pero no el punto donde está. Avenida Cinco, reza el otro letrero. El nombre de la calle no le dice nada.
Arriba no hay estrellas, sólo un morado que se extiende por todo el cielo. Comienza a llover, despacio, muy despacio.
Mete la mano en la bolsa; no hay mucho dinero, sólo unas cuantas monedas sin valor. Recuerda que se lo gastó en la última vaca para las cervezas. Eso no le importó en el momento; pensaba quedarse en casa de Arturo y tomar el metro en la mañana.
Ahora lo lamenta. Lamenta haber gastado el dinero, lamenta no haberse quedado con los demás. De cualquier forma eso no le sirve de nada; por la calle no pasan taxis ni pesero. Entonces Esteban se da cuenta que no pasan autos. No hay un sólo auto estacionado, sólo postes, casas sin luz, y la gran avenida que se extiende atrás y adelante, cruzada de cuando en cuando por otras calles igualmente vacías.
Esteban reemprende el camino. La calle debe tener un final, piensa debe llegar a un lugar más poblado, a un lugar desde donde pueda retomar el camino hacia su casa. Pero presiente que cada paso se aleja más y más.
III
Fría la noche, la calle fría que se extiende sin límites hacia el oriente, fría la luz que la ilumina a intervalos regulares. Frío el aire que respira mientras camina sin saber a donde va. El frío lo envuelve, lo desorienta más. Hipotermia, piensa y busca un refugio.
La casa lo mira desde atrás del gran muro. Las ventanas oscuras parecen ojos que lo observan. Sangre, cuerpos mutilados, mujeres que agonizan y gritan de dolor, miembros arrancados, vientres abiertos . La tortura.
Contempla la casa. La verja se mantiene abierta y le cede el paso. Esteban duda, pero el frío y la angustia de saberse perdido son más grandes. La casa de patio sórdido puede ser un refugio en donde esperar el día.
Piensa que la casa puede ser el escenario de su cuento. Sólo en su interior pueden ocurrir las peores cosas, el terror en su nivel máximo, se dice. Camina por un sendero cubierto de hojas muertas, húmedas y resbaladizas.
Llega al pórtico. Ahí pasará la noche. Supone que la mañana dará otro aspecto a la calle y a la casa. Entonces podrá dar alguna explicación a sus habitantes.
En él pórtico una mecedora de bejuco se columpia acompasadamente, sólo deja oír un tenue rechinido que se repite una y otra vez. Desde ahí, Esteban ve la puerta abierta y el interior oscuro del edificio.
Empuja la puerta despacio. La hoja se queja mientras le franquea la entrada. El olor a viejo le llega, olor a húmedo, a años y a muerte (no es olor de muerto, se dice, sino de muerte).
Esteban se detiene en el recibidor. Duda si seguir adelante o regresar al pórtico, pero el frío del exterior lo decide; adentro la temperatura es más soportable. Esteban avanza hacia el interior.
En la penumbra encuentra una vieja escalera. La cubre un tapete (debe ser rojo, piensa, y raído y con manchas de sangre). Sube. Se sobrecoge con el rechinido de los escalones vencidos por sus pies.
En la planta alta hay un corredor que se interna en la oscuridad. Esteban acostumbrado a la penumbra, divisa formas leves de puertas que se repiten a ambos lados. A su izquierda, en el fondo del pasillo, presiente una luz tenue. Hacia allá avanza.
IV
Cuando entra en el cuarto, apenas iluminado por una ventana, Esteban sabe que se trata del escenario de su cuento; aquí deben morir las víctimas después de insufribles dolores, piensa.
Desde la ventana se observa el jardín, con árboles desnudos de hojas y maleza que se extiende sin cuidado. Al fondo un muro enorme y más allá techos de otras casas también oscuras.
En el cuarto hay una cama empolvada, con una gran cabecera de madera y dos burós. Frente a la cabecera un armario, junto al mismo un tocador con un espejo ovalado. Todo cubierto de un polvo que brilla fantasmagóricamente al reflejar la poca luz que entra por la ventana.
Esteban se asoma al espejo. El cristal reproduce fragmentos de su rostro el resto es ocultado por la oscuridad. Siente algo, como un aliento frío a su espalda, en su cuello.
Se vuelve despacio, asustado, y se encuentra con una mujer. Es hermosa, pero Esteban no repara en ello. Sus pupilas ovaladas (como de gato), sus labios rojos brillantes y sus colmillos ocultan su belleza.
Por el terror, Esteban queda paralizado unos instantes (recuerda que el espejo no reprodujo a la mujer), intenta gritar, pero su voz se le atora en la garganta. Las piernas le fallan y se apoya en el tocador.
La mujer sonríe.
Esteban intenta correr, pero sus piernas no responden, tropieza y cae. Siente el peso en su espalda, la mano que lo agarra de los cabellos y le levanta la cabeza. Trata de arrastrarse, pero la mujer lo detiene.
La mordida en su cuello duele. Esteban siente seca la garganta. Quiere gritar, pero de su boca sale un quejido ahogado. La debilidad lo abarca, sabe que pierde sangre. Siente náuseas. Ante sus ojos el mundo se llena de luces de colores que bailan. Siente vértigo y comienza a adormecerse. |