Tengo un océano dentro de mi cuerpo que se despliega y ramifica para arrasar inclemente e imprevisible. A veces soporto el embate de las tempestades y me alojo en un rincón de mi mismo para contemplar esa furia avasalladora que después de un corto proceso se retira y me deja exhausto.
En otras ocasiones es sólo un oleaje leve, surcado por brisas frescas, allí mi espíritu está calmo, sin angustias; navego y me interno en mis secretos, los despliego para compartirlos con imaginarias gaviotas y cormoranes que, volanderos y fugaces, se vestirán de plumas melancólicas.
En mi océano hay islas y continentes, peñones y arrecifes, en cada una de esas concentraciones habitan mis deseos, mis sueños y esperanzas. Cuando mi espíritu sufre un desencanto, todo es arrasado y descompuesto de tal modo que una vez que regresa la calma, tengo que rehacer la geografía de mis anhelos.
También existe una Atlántida sumergida en alguna parte de mi ser, es el misterio, lo inasible, mi región desconocida.
A menudo me atraganto con inmensos icebergs que destino a quienes no provocan más que desazón, ellos amotinan a los indeseables y los encadenan al fondo cenagoso en el cual habitan orcas y delfines, anguilas y pececillos de colores. En ese fondo plagado de criaturas, yacen los escombros de mis recuerdos, el cadáver putrefacto de los prejuicios y muchas ideas virginales que se transformaron en simples algas.
Tengo un océano dentro de mí, con aguas apacibles que reflejan la luz opaca de mi espíritu, allí las naves piratas se trenzan en fieras batallas con faluchos diminutos que navegan en busca de trizas de moral, de crucifijos desprovistos de sacrificio, de vanas ilusiones y pesadillas reflotables. Tengo piratas por todo el cuerpo que me provocan convulsiones y fiebre con sabor a mar. El océano que contengo a veces me rebasa, a menudo soy sólo un náufrago…
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