Huída.

Era de noche, como las una. Las luces de la autopista estaban encendidas y podía ver el resplandor de ellas con mi camioneta amarilla andando rápidamente. Estaba solo, asustado. Miré el velocímetro y marcaba ciento ochenta km/h. Miré por el espejo retrovisor y vi que cinco autos andaban tras mío. Miré entonces que el estanque de la camioneta estaba casi ya vacío. Los disparos de los revólveres de la gente que me perseguía ya me habían quebrado el vidrio trasero y también el parabrisas. El viento frío me tenía las orejas tullidas. De pronto, el auto perdió el balance: alguien le había dado en una rueda trasera. Entonces vi una pasarela peatonal. Giré con violencia y detuve el vehículo. Saqué mi revolver cargado y salté de la camioneta, adentrándome al bosque de pino a toda velocidad. Mi corazón latía en la garganta, mientras que mis ropas se atascaban en las zarzas que merodeaban los escuálidos pinos. Caí: mis pantalones se habían enredado. De pronto, sentí a la distancia que los autos que me habían estado persiguiendo se detuvieron. Los matones se bajaron. Me arrastré y cual oruga, oculto en el largo pasto seco. Sentía cómo esa gente se aproximaba. Entonces, me acurruqué justo al lado de una mata de zarzas, mirando hacia atrás, apuntando con mi revólver. Ellos no me podían ver, lo sabía, pero las luces altas de los automóviles se veían con claridad, no me atrevía ni a respirar. Tiré el percutor de mi revólver hacia atrás. Inhalé profundo y me quedé observando cómo las luces de las linternas se iban acercando cada vez más. Entonces decidí arrastrarme. Estaba ya con la cara llena de tierra, mi ropa hecha jirones, las rodillas y los codos pelados y tenía varios cortes producto de las espinas de las zarzas. Me arrastré varios metros, no se cuántos, pero para mí fue un kilómetro, merodeando a los árboles. Me alejaba lo más posible de la carretera. Si ellos me vieran en la carretera me volarían a tiros. De pronto vi un canal. Comencé a correr a través de él, agachado como un enano, cosa que nadie me vea. De pronto, tropecé y caí. Sin querer la pistola se disparó sola. De pronto pude oír que la gente comenzó a hablarse mutuamente.
Entonces me incorporé y comencé a correr, cual bólido, con la cabeza gacha. Corrí y corrí y di una vuelta como de un radio de un kilómetro. No sabía si me vieron, no sabía nada. Sólo que ellos estaban buscándome, pero tampoco iba a cerciorarme de ello. Corrí y corrí, cuesta arriba, parece. Luego me encontré en un camino de pavimento... un camino abandonado, al parecer, porque... era curioso, pero del pavimento salían enredaderas. Estaban la mayoría secas. Miré al frente y vi una casucha. Fui hacia ella. De pronto, una luz detrás de mí: me habían descubierto. Corrí y de pronto, las balas comenzaron a silbar. Me agaché un poco y seguí corriendo. De pronto, algo en la pierna, compañado con un terrible dolor. Caí, me reincorporé y miré hacia atrás: Los otros estaban corriendo hacia mí. Me tiré fuera del camino, cayendo entre las zarsas. Tras un minuto de arrastrarme y alejarme del camino, vi las luces de las linternas a través de las hojas mientras escuchaban sus voces. Me quedé quieto ya que no sabían dónde estaba.
- ¡Hijo de perra!- gritó un hombre.
Entonces, vi cómo la tropa de matones desaparecía.