Piedra, o Pon, era sólo la muralla que todo lo separa, o que no separa nada.
El sitio se encontraba a dos horas y media de Lambayeque. Pocos sabían de él en la ciudad, era como un cuento que pocos saben, que casi nadie relata. Los móviles en la carretera parecían fuegos artificiales, que desaparecían tan furtivamente como habían aparecido. Entonces eran sólo tiempo pasado, como los días antes del cambio al internado, como las horas antes de la primera tarde.
Llegamos a las cinco y cuarto. Nadie habló nada hasta que llegamos a las puertas del claustro. El portero abrió. Un rato después fuimos recibidos por el director, un hombre recto y frívolo, parecido a mi padre, parecido a todas las personas que conocía en Lima. Mi padre firmó los papeles que hacían falta, lo hizo con tanta naturalidad que me pareció que había estado ensayando la escena.
- Aquí te quedas- dijo.
Era la misma expresión vacía que había mostrado cuando anunció que me iban a transferir a un internado fuera de la ciudad. Sus ojos sin encontrar una órbita, su aliento sin encontrar el aire, su ser todo sin encontrar el alma.
El pabellón número cinco era en el que tocaba ocupar. Era una habitación de sombras, ocupada por dos hileras de camas de sábanas grises; al lado de cada una de ellas había una vela y una caja de fósforos, que debían servir para cuando cayera la noche y entonces, la penumbra.
La cama a mi lado pertenecía a Félix Galdós, chico que sólo hablaba lo necesario. Fue el primero, sin embargo, quién habló de ellos, como los llamaba. “Ellos”, dijo una vez. “Quienes perturban el sueño de todos”. Me miró con la misma cara con la que se anuncia una noticia fúnebre, con esa misma cara me lo dijo.
-Ellos están en todas partes- murmuró.
-¿Quiénes son ellos?
No obtuve respuesta, como no obtuve respuesta a muchas otras preguntas que vivieron después, como no tengo respuesta ahora; es como si se hubieran acabado, o como si una ráfaga de viento repentino las hubiera arrastrado a algún lugar muy lejos del mar.
Entonces supe de Germán Mala. Fue en la clase de gimnasia. Cuando, sin querer, él y Félix chocaron. Germán Mala, con casi ciento cincuenta kilogramos encima, lo derribó de inmediato, y hubo algo extraño en la mirada que intercambiaron, que en su momento no pude determinar de qué se trataba.
En el pabellón embadurnado sólo de penumbra, Félix lo dijo:
-Él es uno de ellos.
-¿Quién?
Me miró sombríamente.
-Nadie pregunta.
Los días siguientes fueron dedicados a descifrar los enigmas de las conversaciones con Félix, chico que sólo hablaba lo necesario. Una madrugada olvidada, cubierto por las sábanas del mismo color del cielo, me dijo la respuesta final del juego, o tal vez me proporcionó la primera pieza de otro rompecabezas que comenzaba.
-Pon.
-¿Pon qué?
-Pon- repitió.
-¿Pon qué?
-Sólo Pon.
Comprendí que debía preguntar pero comprendí mal. “¿Qué es Pon?” No hubo respuesta, sólo el eco de un enunciado anterior: “Nadie pregunta.” Era parte del juego:
-Pon es algo.
-Pon es alguien- dijo.
-Pon es alguien.
-Pon es Roca.
-Pon es Roca.
Sólo repetía. Parecía no llevarme a ningún lado. Nos quedamos un instante en silencio, contemplando el techo blanco sobre nuestras cabezas, sin poder salir de las cuatro paredes que formaban el pabellón. Entonces lo dijo:
-Pon es Mala.
Germán Mala. No dijo más, yo tampoco. Días después, me enteraría- a través de los juegos de palabras que parecían perder la dificultad- de que Germán Mala no estaba sólo. Piedra, o Pon, era sólo la muralla que todo lo separa, o que no separa nada. Una muralla sin vida, sin mente, sin corazón, sólo una pared. Era tan sólo una parte de un majestuoso castillo que se levantaba en el aire. |