Metidos en aquel bar, nos sentíamos más seguros. Era un lugar acogedor, y a salvo de miradas indiscretas. Nos sentamos en una mesa bien situada, al fondo, desde donde divisábamos perfectamente la entrada, y desde donde podríamos levantarnos discretamente y huir al baño, en caso de que él llegara. Pedimos los dos café con leche. Cuando estuvimos uno frente al otro, saqué de la carpeta que llevaba conmigo los documentos.
.-Toma, anda, este es el último -le dije- cuando Eduardo lo tenga entre sus manos, ya todo estará resuelto.
Ella los cogió y los ojeó en silencio, luego, me miró a los ojos.
-Muchas gracias, Carlos. -dijo- no sabes lo que te agradezco lo que estás haciendo por mí y por mi hermano.
- No tienes porque darlas, mujer. Tú harías lo mismo por mí.
Nos quedamos mirando el uno al otro. Su cara blanca, sus ojos grandes y oscuros, su pelo negro intenso, su boca pequeña y fina...me estaba perdiendo, no debía enamorarme.
Me despedí de ella y salí a la calle. Estaba anocheciendo, las calles habían adquirido una tonalidad azulada y decaída, propia de mis sueños. Me encaminé al banco, a retirar lo que quedaba de mi cuenta. Jamás volvería a esa ciudad.
Para cuando llegué estaban a punto de cerrar, y como es normal en este país, me atendieron con prisa y mal. Cuando terminé me fui a casa a preparar las maletas, luego iría a ver a Eduardo, la única persona a la que echaría de menos. Bueno, no. La única no.
Por última vez recorrí las calles desiertas del casco antiguo de la ciudad; un pueblo atrapado entre los titanes del progreso; un David viejo y triste que jamás volverá a tener gloria; un decaído recuerdo del pasado, de calles estrechas, azules. De vez en cuando un farol iluminaba las tinieblas en las que estaba asumida la calle, como un recuerdo fugaz.
Una vez en casa, me apresuré con el equipaje. No quise despertar a Laurita, así que dejé las llaves en el buzón. Cerré la puerta del piso, y eché una última mirada al patio; los almendros ya habían florecido.
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