Alfonso observó el edificio en una de las zonas menos populosas de la ciudad, y por una cosa extraña en los seres humanos, sintió simpatía por él y se prometió visitarlo de vez en cuando.
Durante las mañanas, tocando guitarra y cantando, sin esperar que le lloviese un trozo de pan, pero, recibiéndolo de cuando en cuando, aprovechaba para pasar cerca de él. No tardó muchos días en notar que nadie entraba ni salía y se preguntó a sí mismo si estaría abandonado, y antes de ocurrírsele preguntar a alguien más, entró en él.
Todas las puertas se hallaban abiertas, y eso era algo natural, los amigos se responden. Detestaba los ataúdes y por ello tomó la escalera, cargando su guitarra consigo pero sin tocarla. En silencio, sabiendo por qué estaba allí.
Subió y bajó los pisos, una y otra vez, fusgando, encontrando, y hallándole razón a todo. Sólo quería visitar a un viejo amigo, no quedarse habitando en él.
Los años, tantos años, desde el nacimiento. Conociendo.
Salió del edificio, todas las puertas se hallaban abiertas. Dio uno, dos, tres pasos, y el edificio cayó tras él hecho pedazos.
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