Los hilos.
Las cajas cantan algo, le dice el ayudante... Cantan canciones que nos hacen mover. Y nosotros, continua, efectivamente, nos movemos, y le mira de forma extraña... Al sonidista encargado de la sala se le ocurre que a su ayudante se le ha soltado algún tornillo de pronto, allí mismo, según le parece. Nota en sus ojos un cierto extravío que se agranda poco a poco, mientras su rostro, a su modo de ver, parece desencajarse al mismo ritmo, sin intervalos, irremediablemente... Ellas, lo sé ahora, le dice, tiran de hilos invisibles, y corta la ilación a sus pensamientos... Hilos, dice, que avientan desde las oscuras profundidades de las bobinas que esconden tras sus frías y terribles mallas negras de infierno... El sonidista observa con temor los altavoces que acaban de conectar. Se le ocurre que, de pronto, finos alambres caerán de entre las mallas y que empezarán a enredarlo hasta convertirlo en delagadísimos filetes de carne fresca, roja y jugosa... Sus sonidos son formas envolventes, compuestas de miles de fibras chispeantes, que rozan y erizan la piel sensible del que escucha, le ha dicho recientemente... Mira a su ayudante que parece no moverse ni inquietarse, como si le hubieran atrapado en una cápsula invisible con un espacio-tiempo diferente del que lo rodea... Se da cuenta, el sonidista, que su ayudante observa pesadamente al vacío. En sus ojos encuentra hilos de tristeza y nostalgia, le parece... Y nosotros nos movemos, le habla, de repente, su ayudante sin mover apenas los labios. Nos movemos incansablemente, le dice. Nos movemos incansablemente hasta que ellas paran de cantar. Y de mover los hilos, dice el ayudante, al parecer.
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