Ayer fue un día revuelto en mi casa. Todavía me anda en la piel el desenfreno y la ansiedad que ya se palpaba desde temprano, cuando a eso de las nueve de la mañana, escuché la tos inconfundible de mi padre que preparando el mate, rezongaba en voz muy alta con el descuidado que mojó los fósforos.
Cuando me levanté, mamá y él ya mateaban a la sombra del mandarino conversando animadamente, lápiz y papel en mano, haciendo las anotaciones mensuales que todos conocíamos de sobra. Recién ahí comprendí que estábamos en el quinto día hábil, y al abuelo Flamíneo le tocaba cobrar la jubilación.
Ese era un día especial para todos, porque la única entrada fija que hay en mi casa es la del abuelo, a quien todos tenemos que cuidar para que ande como un relojito, según lo que pregona mi madre.
Ese día siempre es esperado. Papá seguramente fuma cigarrillos y toma una cajita de vino tinto con la cena, mamá viene con dos o tres rezongos menos y alguna sonrisa, y de postre casi como un rito, nos comemos un pedazo grande de dulce de membrillo y queso, que era el preferido del abuelo cuando todavía diferenciaba sus mejores gustos.
El abuelo está bastante gastado por los años y ya pasó de largo los ochenta. Ahora, a sus viejas nanas se le agregó una demencia senil que dijo el médico, eran lagunas normales para su avanzada edad. Lo cierto es que con eso tenemos que cuidarlo más porque se olvida de quién es, a veces anda bastante loco, habla con las paredes, guarda los zapatos en la heladera, y lo peor, se nos escapa a perseguir recuerdos por cualquier lado.
Ayer pasó algo así, el abuelo se nos perdió justo a la hora de salir a cobrar la jubilación.
Eso desbarató la alegría contagiosa que se palpa en esos días festivos. Mamá empezó a los gritos, llamándolo a viva voz por todos los rincones. Papá puso a prueba su paciencia de desocupado crónico, prendió el criollo y salió al tranco hasta el bar de la esquina, solo para mirar si el escapado se había largado a los brazos del alcohol. A mí me mandaron casa por casa de los vecinos, preguntando uno por uno si no lo habían visto pasar al abuelo. Pero todo fue en vano, don Flamíneo se esfumó como si empezara a ser él mismo, parte de sus recuerdos. Mamá no podía más con su histeria, y le gritaba a mi hermana sobre todas las cuentas que se le quedaban para atrás con semejante desaparición. Mi hermana, la Gladys, en su plena adolescencia, fue a la que menos le afectó. En medio de todo el griterío, las corridas y las caras largas, siguió recostada en el murito de enfrente, haciendo arrumacos con su novio, el vago de la otra cuadra que usa caravanita y pantalones remendados.
Ya se acercaba la hora de cobrar y el abuelo nada de aparecer. Papá dio vuelta la tapa de la caldera como le enseñaron cuando era chico y la Pocha mi vecina gorda le prendió una vela grande a San Benedito. De a poco el vecindario se fue juntando frente a mi casa, la gurisada se arremolinó en un murmullo ansioso y a mi madre tuvieron que darle un te de tilo antes de comunicarle que iban a llamar a la policía para que lo buscara cerca del río donde alguien comentó que lo vio pasar.
Por suerte, a eso de las cuatro de la tarde, cuando ya estaba hecha la denuncia y la Caja de Jubilaciones todavía no había cerrado sus puertas, el Boby, mi perro barbilla se transformó en el héroe de la jornada. Con su desarrollado olfato canino, siguió y encontró los rastros del abuelo Flamíneo, que había confundido el baño con el armario grande.
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