Es nuestra adicción a la vida la que satura cada poro de nuestro cerebro, la que nos dirige ciegamente a los preámbulos conceptuales, sean lo que llamamos amor, personalidad, o las cosas que nos convencemos de conocer hasta de manera intelectual, pues nuestra vida como seres humanos es pretenciosa y por ende, a la verdadera luz, desilusionante.
Solos en esta inconciente e indómita voluntad no estamos, pues hemos construido a través de los siglos “suficiente” cultura (imaginémosla como cuantitativa y no cualitativa) a la cual aferrarnos para desechar sin reflexión sentimientos o reacciones que no creemos convenientes para nuestra supervivencia en, irónicamente, nuestra cultura y sociedad. Esto, bien significa que estamos amenazados por nuestros pares que curiosamente viven las mismas condiciones y amenazantes impulsos que hemos censurado colectivamente.