¿Cómo haré para decirte que lo siento? ¿Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de besarte, entera y mía? ¿Cómo se puede amarte sin dolor, sin apuro, sin mis brazos para abrazarte? ¿Cómo haré para que me recuerdes, sin inundar tu corazón de sombras, de sangre y muerte, de soledad y rabia, de silencio? ¿Cómo haré para que no llores lagrimas idiotas por mi ausencia? ¿Cómo haré todo esto, si no estoy contigo? ¿Cómo haré para contarte que me duele todo el cuerpo, que necesito que me ayudes, como tantas otras veces? En lo que queda de mi cabeza busco tu nombre, Laura. Intento retenerlo, gritarlo para que me escuches y vengas en mi ayuda. Yo hablo, pero de mi boca no escapa ni un murmullo, solo silencio. En mi mente ensayo dibujar tu rostro, tus ojos, tu pelo. Por un momento casi lo logro, mas cuándo quiero verte mis ojos están ciegos. Y cuándo quiero oír un recuerdo nuestro, nada escucho. Nada toco, nada siento
Ya fuera de mí, observo la escena: una noche lluviosa y mi cuerpo aún caliente sobre el asfalto mojado. Luego sólo habrá humedad y madera. Tierra y oscuridad. Mi cuerpo yacerá prolijamente envuelto en una mortaja blanca. Me alejo, es horrible aquel teatro. Comienzo a subir. Me hacen sufrir estas alas que me puse. Grito de dolor y se complotan, se alzan, me alejan. Por momentos se aman y llegan a tocarse, para luego alejarse odiándose. Y así, cada vez me alejan más de mí. Me permiten ver sirenas que llegan tardías, pues la Parca llegó antes, y ya está cenándome. Sigo remontando mi vuelo y este, cada vez es más triste, más húmedo. Al tiempo, ya empapado me disfrazo de nube. El cielo está lleno de nubarrones y ahora yo soy el cielo. Ahora soy las nubes y soy la lluvia. Pronto sabrás, Laura, que estoy de nuevo contigo. Pronto, junto al viento y los truenos, seré tormenta y luego calma, y entraré por la ventana del patio para verte.
Luego de bautizar el tejado, finalmente entro. Te veo. Ya sabés la noticia, por eso lloras junto al teléfono descolgado. Esta noche, como otras, me esperabas. La mesa está servida. En la cocina, el agua hierve y los fideos esperan. También hierve tu sangre, furiosa. Y lloras. Lloras porque sabes que no volveré. Escucho que gritas, te lamentas. No logras entender que pasó. Acariciando tu vientre, te preguntas que será de ti, que será del futuro que estábamos construyendo, que será de Lucas, que aún no llega. Y solo encuentras una respuesta, ya no hay tal futuro. Todo parece derrumbarse. La tristeza te enceguece, te tienta, te hace pensar locuras. Caminas de una punta a la otra de la casa. Intento tranquilizarte, pero no puedo. Hablo y no me escuchas. Intento tocarte, y mis manos son el aire que te roza. Sólo soy un triste espectador que ve como todo se vuelve negro a tu alrededor. Veo, impotente, cómo la serpiente tentación se agazapa para morderte. Finalmente, con sus colmillos ponzoñosos te clava una idea. La idea de olvidarme, de hacer como que nada ha pasado, de negar el angustiante presente. Sentís la mordedura, pero te es imposible negar mi ausencia. El veneno fluye por tus venas y te consume. La oscuridad es cada vez más densa. Se te nubla la vista. Ya no razonas. Te inunda el dolor, te siega por completo. Tu único deseo es que todo se termine. Por un momento dejo de mirarte, alguien más nos acompaña. La veo por segunda vez en la noche y me estremezco. Venía a llevase lo que es suyo, venía por vos. Al volver la vista hacia ti sólo veo el frió metal calvado en tu muñeca. La sangre ya empieza brotar. Ya no lloras. Ella, vestida de negro, sigue junto a ti, riendo, desafiándome. Esperando el momento preciso. Mientras tanto, tú comienzas a alejarte. Tus alas son fuertes y te alejas rápido. Estoy cansado y no consigo alcanzarte. Vuelas cada vez con más fuerza y así te alejas de mí, de la casa, y de Lucas.
Al llegar arriba, por fin te alcanzo. Frente a ti, comienzo a relatarte que fue lo que pasó. Tú, con tu hermosa mano blanca, ahora sin sangre, me acaricias la boca y me haces callar. Me tomas de la mano y me invitas a acompañarte. Inmediatamente sacudo el agua de mis alas y juntos empezamos a volar, alejándonos de la tormenta. Mientras volamos podemos ver, en la inmensa oscuridad de la noche, pequeños destellos. Luciérnagas que titilan a lo lejos. Tú me pides que te traiga uno de sos luminosos bichos y yo, en mi afán de complacerte, vuelo rápidamente para cazarlos. Tú me esperas sentada en una nube, contemplando las estrellas. A mi regreso, mis manos están vacías y destrozadas mis alas. Me preguntas que me ha pasado. Yo no te contesto. Sólo señalo las pequeñas luces, cómo si ellas fuesen las culpables de mis heridas. Vuelas y te percatas que no son insectos ni candelas, sino bombas que estallan por todos lados. Los hombres están peleando. Juntos vemos como una a una, las ciudades son arrasadas. Entre las constantes explosiones, otra vez, aquella carroñera mujer vestida de negro. Está junto a los cuerpos calcinados. Riendo frente al descuartizamiento feroz. Comiendo las sobras de la masacre. Junto a ella niños llorando. Críos huérfanos de la mañana. Niños que estarán solos e indefensos en un mundo hostil. El sonido de la metralla nos marca, cual brújula, un destino de estruendo, inundando de sonidos nuestros tímpanos, ensordeciéndonos. Ese eco aterrador y el sollozo de los chiquillos, nos obliga a bajar a la guerra, al redondo mundo en llamas, en nuestro carro cuadrado, sin aerodinámica. En él, caemos como bólidos celestes.
Plomo, plata y zinc encontramos al tocar tierra. Plomo de las balas, plata de la ruin nobleza y zinc pobre del triste pueblo moribundo. Entre las calles, vemos como la muerte gobierna todo. La vemos, vestida de negro, tragando uno a uno los sueños. En cada esquina enciende fogatas, para quemar todo en ellas. Los cuerpos arden, y con ellos, sus libros, sus canciones. La cultura de los pueblos muere con cada estallido. Nada se interpone al paso del ejército de buitres ennegrecidos. Avanzan silenciosos, extendiendo sus alas. Vemos a los hombres gobernantes negociando, con la muerte, en cada mesa el vencimiento del mes. Sin saber, que cada pedazo de pan que entregan, cada litro de agua que regalan, les faltará mañana a sus hijos. Si es que al alba queda alguno vivo. Los niños entre las tumbas, juegan a salvar sus vidas. Se esconden, tras lápidas sin nombre, del hambre y la miseria. Huyen de las hienas, de los escuadrones de la muerte, que vienen con hambre atrasada. El alma de los hombres se convierte en hielo y ya nadie escapa a la matanza. La muerte toca a cada puerta. Cada casa queda vacía. Las ciudades son cementerios en los que moran los muertos. Uno a uno los gritos se van callando. Y la lluvia sigue cayendo, mezclándose con la sangre, tiñendo las calles de un rojo intenso.
Cuando todo era silencio y sólo nos quedaba llorar ante el desolado y pavoroso paisaje, escuchamos en nuestros corazones un grito de auxilio. El gemido de dolor proviene de nuestra casa. Lucas, en tu vientre, se rehúsa a morir. No vacilamos ni un instante. Debíamos socorrer, consolar, acompañar, alimentar y abrigar a nuestro retoño. Sólo así nos sentiríamos vivos otra vez. Sólo así seríamos luz, cuando solo hay lámparas agotadas. Soles negros que no iluminan, no calientan, solo están inmutables en lo alto, mientras abajo las siluetas mueren.
Al entrar a la habitación, tu cuerpo aún estaba tibio. Al vernos, la muerte se abalanzó sobre mí. Su ataque fue en vano. Hacía rato que yo no vivía, y sus garras no podían lastimarme. Tú aprovechaste su descuido para volver a vivir. Sólo tú podías hacerlo, pues dentro tuyo algo todavía latía.
Esa fue la primera y única vez que la vida, le ganó a la muerte.
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