El viejo Charlie camina lento. Los años pasaron sobre él embistiéndolo con la fuerza de una ola violenta y ahora que el sol es naranja, el viejo Charlie camina suave como una oruga. Usa sombrero de copa. Dicen que una gitana se lo regaló el día de la despedida. Triste, como un perro sin dueño, mira el horizonte, pensativo, como si supiese lo que viene delante, más allá de esos árboles, de esa calle. Suspira y continua la marcha. Tal vez recuerde a Anselma, un viejo amor que pasea en sus días más felices como el bello recuerdo de lo que ya no será. El viejo Charlie camina paseando su mirada sobre la quietud del paisaje y lo disfruta como agua fresca. Unos pájaros salen con alboroto de un árbol y se albergan en otro. Sin darse cuenta el viejo Charlie pisa una hoja canela que se hace trizas como polvo de estrella. El otoño ha llegado. El viejo Charlie Cruza la calle. Se detiene en el medio. Se agacha lento como quien llega temprano a Misa. Recoge una pluma blanca como la bruma de las mañanas. La contempla con ternura. Está en medio de la pista y se da cuenta de que es tarde. Llegará con retraso a su reunión con los amigos de siempre. No puede ser. Entonces una vez más mira con dulzura a la pluma, con esa dulzura que sólo los años y las despedidas otorgan. Luego la suelta y ésta vuela rendida ante una corriente de aire. El viejo Charlie retoma la caminata. Faltan dos cuadras.