Como de costumbre llegué con media hora de antelación. Exactamente a las 2,30 de la noche. Noche fría y ventosa amenizada con incipientes copos de nieve.
Aquel ciego callejón del Bronx solo estaba iluminado por los latidos de un neón azul profundo que anunciaba un cabaret de sótano de baja estofa. Estaba habitado por un público peculiar: un harapiento de ojos blancos recostado sobre una farola y a cuyo costado yacía una jeringa con un cuajarón de sangre de vena; una caucásica desgreñada que asomaba los pies desnudos fuera del plástico; un par de negros tatuados con reflejos de navaja y un gato que se entretenía con los menudillos de pollo que sobresalían del contenedor.
El viento polar arrastraba las cuadernas de los periódicos y las estampaba contra las paredes y ventanas.
A las 3 de la madrugada comencé a notar un escozor nervioso que me subía por el cogote. Ella no llegaba y eso que conocía mi obsesión compulsiva por la puntualidad.
A las 4 renuncié a la espera. Torcí la esquina y la encontré desnucada contra el bordillo de la acera, la falda levantada y claramente violentada. Un hilo de sangre oscura se deslizaba por la comisura derecha de su boca. Entonces pensé que hay horas y lugares en que uno no debe citarse con nadie.
Texto agregado el 05-03-2006, y leído por 269
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