(Después de una noche completa de trabajo).
Han pasado ya las diez de la mañana. El intento parece llegar a su fin. Armando no ha logrado pintar nada. Sabe que la Musa existe, pero no ha sabido ayudarla. E intenta un recurso absurdo: preguntarle a la modelo cómo debe retratarla. Ella le dice que escoja una opción.
–¿Y si la correcta es otra?
Contesta ella:
–Elige esa otra.

Armando se entrega inerme a la contemplación de su modelo. No quiere perder detalle. Y cae sobre sus hombros el peso de la impotencia. Pero esa impotencia será, por fuerza de la intuición, el regreso a su tarea.

Ante la reincidencia de Armando en intentar atrapar sus ojos y capturar su boca, responde Ella con su dulce mirada, con abundancia de sonrisa. El rostro bienamado de Ella, que había sonreído al preso liberado y se iluminó de gozo ante la entrega de amor, está ahora como oculto por el afán de éxito.
Y ese afán de Armando será su perdición; ese deseo imperativo de atrapar la belleza, su derrota.

La modelo, de nombre Libertad, abandona su puesto. Su mirada pide más; su sonrisa sabe esperar. Son sus colores los del aire fresco, los del agua clara.

Ha pasado tiempo ya. Obstinadamente Armando sigue enfrascado en ser original. Cada noche, detrás del cigarro y frente a la taza de café, poco a poco, sólo piensa en Ella.
–¡Libertad!, grita, sólo pienso en Ti.