Conozco varias curiosidades ligadas a las etapas de la luna. La marea, por ejemplo, o el crecimiento de las uñas y el cabello. Pero no hay nada más extraño ni más delicioso que los cambios de la Sibila cuando hacemos el amor.
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En cuarto menguante, cuando llego del trabajo, ella no aparece por ningún rincón del departamento. Camino con cautela hasta el cuarto, dejando cuidadosamente el portafolios en la mesa de trabajo. Luego me desnudo en silencio, despacio, como lo haría un sacerdote o una mucama. Coloco las prendas, una por una, apiladas en la silla cerca del escritorio. Al finalizar reviso el lecho con minuciosidad, esperando no encontrarla leyendo o soñando. Después me acuesto, lentamente, sintiendo cada músculo de mi cuerpo indefenso. Miro al techo, todo mi cuerpo mira al techo, en espera de su tacto. El frío provoca que mis pezones permanezcan alertas, florecientes y pequeños. Pero al primer contacto, como obedeciendo a una orden, éstos bajan al ritmo que mi pene sube, irguiéndose como niño que quiere tocar las estrellas. Es el contacto, ese primero, el que me electrocuta, que me carga y me descarga violentamente como andrajo llevado por la corriente de algún río. Ese contacto, el que siempre me sorprende porque nunca se repite. Y después de ese contacto, el primero, en el dedo meñique, en la línea detrás del codo, en el pabellón de la oreja, en la clavícula donde hombro y cuello se confunden, después de ese primer contacto, viene el segundo, más intenso y amoroso, en el que siento todo su cuerpo, su pequeño calor, deslizarse por mi pecho, por mis muslos, por la palma de mi mano y la planta de mi pie. Ella se desliza tan rápido que no logro comprender cómo de mis cejas pasa al tobillo, cómo llega de una costilla a la otra, de la entrepierna al mentón. Ella se entrega toda la noche a cada parte de mi cuerpo y a todas a la vez; aprieta sus pechos a mi rodilla, introduce cada una de mis pestañas en su vagina, mete la cabeza en mi ombligo y besa cruelmente mi interior. Yo, por mi parte, procuro no respirar fuerte ni gritar; ella es tan frágil que cualquier movimiento brusco podría herirla. No moverme ni gemir a veces es tan difícil que, cuando lo hago, ella me recrimina dándome mordiscos, que siento como piquetes de mosco o de jeringa. Antes de acabar, ella escala mi pene, asiéndose de las venas que aparecen de relieve en mi piel. Cada centímetro que avanza para mí es un kilómetro más de placer. Cuando llega al glande, tengo que morderme los labios para no gritar de placer. Luego, con sus manos diminutas, con sus piernas diminutas, con su pequeño cuerpo sudoroso, intenta llegar a la cima a través del líquido resbaladizo que corona el glande. Siempre llega unos segundos antes de que yo estalle en mil pedazos, de que muera instantáneamente; ese desmembramiento, esa muerte, duran tan sólo un instante; cada parte de mi cuerpo vuelve a su lugar exacto y al abrir los ojos siento que he nacido nuevamente. Y mientras yo me reconstruyo, ella vuela por todo el cuarto, impulsada por mi semen ardiente como lava en potente erupción. Exhausto veo cómo aterriza a mi lado, empapada de mi líquido, sonriente, exhausta también. A pesar del cansancio, me levanto y salgo del cuarto. Esas noches duermo en la sala; así evito aplastar su cuerpo milimétrico con mis movimientos bruscos que acostumbro hacer en sueños.
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Cuando la luna se encuentra en cuarto creciente, al llegar del trabajo ella ya está en el departamento, esperándome impaciente. Con trabajos abro la puerta de entrada, empujando fuerte hasta que su glúteo cede, dejándome apenas entrar. Me abro paso entre sus piernas y la pared, llegando sudoroso a la cocina, donde sus pies juegan con la estufa y el refrigerador. Ahí dejo el portafolios, en el rincón que hay entre la alacena y la ventana. Luego me desnudo bufando, casi arrancándome la ropa, como lo haría un soldado o una vendedora. Arrojo las prendas a sus dedos, sus tobillos, sus talones, que ella recibe con grandes carcajadas. Al finalizar, me abro paso a través de sus pantorrillas hasta llegar a la sala, donde me esperan ansiosos sus labios. Escalo sus muslos hasta lograr ver las sillas del comedor, y entre el techo y el vientre me arrastro hasta avistar las grandes colinas de sus pechos. Pero nunca es tan fácil llegar hasta allá; a ella siempre le gusta poner obstáculos; de esta forma coloca su mano de manera que debo esconderme en su ombligo o perderme por la selva de su pubis. Cuando veo el panorama despejado, corro tan rápido como puedo hasta llegar al pie de esas montañas gemelas, atravieso el desfiladero que hay entre ellas y llego al cuello. Allí escalo hasta su mentón y me introduzco en su boca, frotando con todo mi cuerpo sus labios, que suben y bajan en un dejo de éxtasis prolongado. Ya adentro, me dejo llevar por las oscilaciones de su lengua, y beso su paladar, sus dientes, la parte inferior de las mejillas. Al alzar ella la lengua me cobija en su interior, en su cavidad gentil y suave. Allí no dejo ni un centímetro sin besar, sin tocar apasionadamente. Es el beso perfecto, el beso milimétrico. Sus gemidos salen atronadores desde el fondo de su garganta, haciendo vibrar esa campanilla oscura, esa lengua que es mi cobijo, esa boca que me permite salir y continuar con mi labor. Perdido entre el sudor y la saliva, camino en dirección al sur, pasando por el cuarto de baño, por la recámara, y llegando a los montes gemelos, que trepo con agilidad de felino. Rodeo en un abrazo el pezón, mirando cómo su gemelo se yergue en el otro seno, como pila bautismal vuelta hacia abajo. Mis pies juegan a pisar cada protuberancia de ese pezón rosado, cada botón que demarca el límite de la piel. Luego me dejo caer hacia la cintura y prosigo mi camino de regreso. Dejo atrás el vientre para volver a adentrarme en su pubis. Allí me abro paso entre la negrura, guiado sólo por el olor de la tierra prometida, de ese puerto que sabe a mar y a saumerio, que me vuelve loco con tan sólo su recuerdo. Así, con los ojos en blanco y los músculos en trance, llego a su vagina, que me da la bienvenida con su apertura de gruta milenaria, con ese clítoris guardián que como cerbero celestial o como sésamo hospitalario late alerta ante la entrada del deseo. Beso al guardián y lo abrazo como viejo amigo de copas, cariñosa y trágicamente. Luego me abro paso entre sus paredes estrechas y húmedas, primero lisas y resbalosas, luego cálidas y rugosas. Allí me siento para seguir besando por dentro, para explorar como niño en esa inmensa sauna que tanto amo. Y beso. Y toco. Y lamo. Y araño. Y empujo. Y oprimo con todas mis fuerzas, con todo mi cuerpo. Y me afianzo a cada rugosidad, a cada punto escondido, para no caer con sus contracciones, que cada vez más violentas, terminan siempre en río, en efluvios de fuertes corrientes que me hacen naufragar. Y así, besando esa pequeña zona que a ella tanto le gusta, allí, adentro, me quedo dormido, sabiendo sin saberlo que ella también duerme, con una sonrisa en la boca. Y sin importarnos, sobre todo, que al otro día los vecinos del piso inferior se quejen de goteras.
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Las noches de luna nueva, después de entrar al departamento cansado por el trabajo de todo el día, me dirijo al cuarto, dejando el portafolios en la mesa de trabajo. Ella espera allí, completamente desnuda, con esa sonrisa de niña y esa mirada de mujer perversa, que se conjugan armoniosa y enigmáticamente en ese rostro afilado. Sin emitir palabra alguna y sin dejar de mirarme, toma sus bragas, negras como su pubis, y en una inclinación excitante y apenas necesaria, alza un pie, luego el otro, y con ambas manos desliza las bragas hacia arriba, provocando el roce de sus piernas con la tela un leve sonido, como de bramido a lo lejos, un bramido que se interrumpe y se transforma en golpe seco a enorme distancia cuando llega a las rodillas; luego sube continuando su bramido hasta llegar a detenerse en ese triple punto de apoyo que son las caderas y la entrepierna. Comienzo a sentir una mezcla de dolor y placer bajo mi pantalón. Ella toma su brasier con la punta de sus dedos; con un gesto elegante extiende frente a ella la prenda, la eleva con ambos brazos, tomándola de los tirantes, como ofreciéndola a algún dios pagano; al poco rato, como movido por algún sortilegio, el brasier baja lentamente a través de sus brazos hasta colocarse en el pecho, en los hombros; ella entonces esconde sus manos tras de sí para abrochar la prenda, como ángel que en su rezo confunde el pecho con la espalda. Mi ropa interior, cada vez más estrecha, lastima mi erección impotente, encerrada en tela y pubis. Ella con sus pulgares expertos toma sus medias, que van desapareciendo con cada movimiento de los dedos, como si fueran sus manos ávidas devoradoras de seda; y cuando llegan al final, los restos de la prenda se encuentran en un festín de extremidades con los dedos del pie; en una comunión de renacimiento la media resurge de entre los pulgares y se va instalando en ella, tomando la forma de su pantorrilla, de sus muslos, de su pierna entera; la operación se repite exquisitamente idéntica. Yo permanezco de pie, aunque sepa que una transformación interna se está llevando a cabo en ese momento; el placer es el mismo, el sufrimiento es el mismo; el que cambia es el que siente placer y sufrimiento. Ella se coloca la falda ligera que queda justo arriba de las caderas, justo abajo de la curva de los glúteos; se coloca la blusa en dos movimientos; y luego se dispone a abotonar; sus delicados dedos vuelan como pájaros, posándose en cada botón y en cada abertura, realizando la operación con danzarina facilidad, con hipnotizante algarabía; en poco tiempo todos los botones quedan atrapados, cerrando la carne, abriendo el panorama de un nuevo placer, el de la tela. Yo en ese momento no soy más yo; mi erección lastima y extasia a mi ropa interior, y es el pantalón quien siente palpitante el líquido que escurre lentamente en su interior. Ella, vestida, a pasos de bailarina clásica introduce sus pies en las zapatillas negras, como el color de su ropa, de mi traje y mis zapatos. Yo, cada vez más excitado, siento cómo mis calcetines gimen, cómo mis guantes se restriegan entre sí, cómo mi corbata se desanuda buscando el clímax. Ella, al fin, toma su grueso abrigo de tesitura paradójicamente suave y lo deja caer sobre sus hombros, escondiendo lo último que quedaba de carne, clausurando su cuerpo como lo haría un esgrimista o una vieja tejedora. En ese momento, cuando la veo así, con ese rostro apenas asomado sobre el abrigo de abismos y noches, la camisa, sombrero, chaleco, los cierres, botones, correas, el lino, cuero, algodón, cada parte, cada porción de mi vestimenta, explota en un orgasmo que ensancha y estrecha mi cuerpo, como un corazón palpitante que late hasta el amanecer. Durante toda la noche, nosotros sólo nos miramos, dejando que nuestros vestidos se amen.
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Las noches de amor que prefiero son aquellas en que la luna se muestra completa. La luna llena ilumina nuestros cuerpos luego de que entro al departamento, aviento el portafolios en cualquier rincón y me desnudo categórica, casi totalmente, como lo haría un culpable o una señorita. La luz especial de la luna da a nuestra piel una tonalidad amarilla, parda, de olivar, un color que puede olerse y lanzarse al aire como en juego infantil de matatena. Ella, desnuda, duda en acercarse; yo, igualmente intimidado, vacilo unos instantes; la luna cuando está llena juega con nosotros al espejo. Nos vemos mutuamente, extrañados, fuera de nosotros, lejos de allí. Pero ella toma la iniciativa; ella siempre toma la iniciativa; me abraza, acariciando mi cuerpo nuevo, que es el suyo, besando su propio cuello, su boca propia, escribiendo con la lengua hechicerías sobre su piel que es la mía. Yo por mi parte toco la espalda, la acaricio de arriba hacia abajo, bajando cada vez más, lentamente, hasta encontrarme con sus nalgas, que toco con la punta de los dedos, que empujo hacia arriba usando toda la palma de las manos. Ella hace lo mismo, sin dejar de besarme. Siento como un dedo se introduce en la línea del culo. Abro las piernas un poco para dejar pasar ese dedo aventurero, que pronto se encuentra con el ano suave, cálido. Arriba, mientras tanto, nuestras bocas se encuentran en beso furioso que recrea una batalla de lenguas que se multiplican con cada embate. Yo me rindo con un ligero gemido que lanzo al sentir el dedo traspasar el pequeño montecito exterior del ano e introducirse por el canal. Su otra mano abandona la espalda y da la vuelta hasta mi pecho; rodea mis pezones sin tocarlos, y cuando lo hace, apenas los roza con la muñeca o con algún dedo descuidado. Yo la veo a la luz de la luna, pálida como ninfa, y toco su pecho, sobre el que asoman unos cuantos vellos. Mis dedos se ensortijan en ellos, jugueteando nerviosamente. Ella baja la mano hasta mi vientre y toca mi sexo, recomenzando arriba la sesión de besos; esta vez, son tiernos y musicales. Yo dejo su boca y acerco los labios al oído, donde mi lengua lame, mis dientes mordisquean. Ella gime cuando siente mi mano en su sexo, que es tan suyo y tan ajeno. Nos tocamos, nos reconocemos a la luz de la luna, hasta que, por una suerte de silencio, de conocimiento mutuo, las bocas se encuentran con los sexos. Ella lame, mordisquea; yo chupo, succiono. Pruebo el líquido deliciosamente salado que ella arroja, y al mismo tiempo siento cómo mi interior se recubre de humedad que aumenta hasta el goteo. Con la respiración agitada y con un ritmo sobreentendido giramos los cuerpos hasta quedar frente a frente; y, mirándonos fijamente, ella me penetra con la lentitud del bienaventurado. Cuanto más adentro la siento, más blanca, más luminosa se vuelve la habitación, y mi gozo se desborda como leche hirviente. Nuestras caderas se mueven en ritmo antiquísimo y desconocido. Nuestras bocas tienen encuentros fugaces que interrumpen las palabras, los gemidos que ambos nos regalamos. Las manos acarician y rasguñan. El sudor de ella se confunde con el mío en un almizcle glorioso de dotes curativas. El placer llega en oleada hasta los rincones más lejanos de mi cuerpo, y ya no es mi sexo, sino mi ojo, mi talón, mis nudillos, detrás de mis axilas, dónde siento cómo ella me penetra, cómo se fusiona conmigo en un solo cuerpo. Acaricio su espalda, ella la mía; acaricio sus piernas, ella mis nalgas; acaricio su barba, ella mis pechos. Y luego, dentro de mi orgasmo siento el suyo, y juntos nos derrumbamos como edificios, quedando ahí, abrazados, unidos, fundidos como estatuas ecuestres de amantes famosos. Nuestros escombros los recogemos a la mañana siguiente, cuando ya la luna se ha ido y hemos recuperado nuestros cuerpos originales. Pero a veces sucede que no los recuperamos del todo, y entonces es ella quien tiene que vestirse, tomar el portafolios e irse a trabajar.
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Cada mes es igual. Cada etapa de la luna es una experiencia diferente con la Sibila, quien por lo demás es una mujer común y corriente, como otras que he conocido. |