Dejó los libros sobre la mesa, mientras se asomaba a un balcón de eternas emociones. Detrás, el velo de la muerte rondaba sus hazañas como un encubierto sol de adversos mundos. Vio al padre regresar de otro fallido matrimonio; a la abuela envejecer ante los ojos, bajo ese cíclico lamento entre sus ropas, para continuar en el anonimato de los pasos. Fue astronauta; poeta; niño; iluso ser; adulto de esperanzas; relator inmerso; ocasional amigo, padre, compañero. Hasta que sus fuerzas se expandieron en lo que nunca había imaginado y sí creído, conformando nuevamente una familia con retazos de otros cuerpos...



Paralelos.


Cuando somos niños vivimos en otro espacio y tiempo. Nuestras creencias divagan entorno a lo que nos contaron, como único exponente de la realidad. Hasta que el universo de esos mismos ideales se nos derrumba en cándidas secuencias infantiles, para ya no confiar en nadie. Crecemos ante la crudeza de los días, purificándonos en oscuras noches de cuentos y de sueños, entre sublimes anagramas de felicidad o infernales abismos ocultos. Somos esa pureza esfumada en los adultos; la frescura que ha declinado de sus pieles; un vuelo tierno de lágrimas que sólo el amor cura, perdido en esa inmensidad de infieles sucederes. Cuando pequeños, la vida es un escenario de dulces y sonrisas dando vuelta en infinitos carruseles; ese inmenso cielo de alegrías y destellos que sólo se desploman, al darnos cuenta que han desaparecido...

Ana Cecilia. ©