El tipo estaba sentado al frente de la pantalla en el otro lado del mundo. Un perro aullaba afuera pero esto no era tomado como alarma. Se seguía bebiendo en el bar de al lado. El tipo escribía cosas que ni él mismo entendía. La seguridad con la que lo hacía hacia suponer que realmente sabía lo que hacía. Su dedo índice tocó la tecla con forma de flecha doblada: enter. Afuera se escucho un golpe seco, un gemido animal y enseguida el silencio de el perro. Entonces como un piano profuso se escuchó el romperse de una botella, el chancar de la puerta y golpes secos seguidos por los gritos de una mujer. El tipo seguía escribiendo. Las otras personas que estaban en la cabina salieron. El tipo se quedó contemplando lo escrito como un niño goloso que contempla un helado. Nada le importaba, nada le entretenía a pesar de los innumerables gritos de personas y ruidos de golpes y tronares y quiebres. Luego todo se apagó. La computadora, las luces, los gritos, todo. El tipo molesto salió hacia fuera a tientas gritando que qué había pasado, que no había guardado su archivo. Al salir tropezó con algo abultado que lo hizo caer sobre otro bulto pegajoso, mojado. Repartiendo carajos, mierdas y mentadas de madre ubicó sus lentes, se puso de pie y se fijó en lo que lo había hecho tropezar. El cuerpo de un perro demasiado blanco, salpicado de rojo a la altura de la cabeza, y más allá las bondades de una mujer empapada de sangre en el pecho, la cabeza y partes del brazo. El tipo se sumió en la desesperación, luego un dolor en el pecho, y otro en la mano. Un trozo de botella se le había clavado en la mano y él contagiado de sangre por todos lados. Comenzó a llover.

Al otro lado del mundo, un tipo terminaba de escribir su cuento.