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POLVORIENTO TRANSITAR

El viento otoñal purificaba las solitarias calles de la invasora hojarasca que, cual ejército de ocupación, se metía hasta por los últimos rincones del pueblo como si lo conociera tan bien o aun mejor que el más antiguo de los pobladores. La llegada del invierno se vislumbraba sin mucho esfuerzo, ya se notaba cada vez más débil a la luz del día y el frío comenzaba a hacerse sentir con crudeza e impiedad crecientes. Durante el invierno parece que la vida de las criaturas humanas transcurre más lentamente, con menos prisa y más desinterés hacia el mundo; se puede notar una especie de transformación interior, se las ve moviéndose con un andar cansino, reposado, casi fatigado. El sol agonizaba entre espectrales efluvios, se hundía lentamente en una laguna tan anaranjada como gaseosa. Se sumergía cada vez más hasta que sus postreros ecos luminosos fueron inmolados por un guillotinazo de la fúnebre cortina extendida por la noche. En cada esquina del pueblito, pálidos focos irradiaban luces sin cesar en una inútil tentativa de borrar el cuerpo a la oscuridad que se negaba a abdicar, pues sus dominios recién acababan de empezar. Las casas, hechas de desvencijadas y carcomidas maderas, tenían las puertas cerradas y de no ser por algunas bombillas encendidas, cualquiera concluiría en que no mostraban signos de vida. El frío, que arreciaba en sus glaciales estocadas, obligaba a la gente a guarecerse temprano, los forzaba a buscar mucho antes de lo acostumbrado el calor de los cobertores de lana y el aroma humeante del café caliente. Todos esos factores, sumados a la descuidada imagen, le daban el aspecto de poblado abandonado casi incuestionable. Pero unos pasos agrietaban el silencio y la soledad, unos pasos que eran coreados esporádicamente por lejanos ladridos. El culpable de las pisadas era un individuo que usaba una bufanda de piel de quién sabe qué mamífero y vestía un largo sobretodo, obscuro como poema gongorino. Acompasadas, mecánicas y casi perfectas se sucedían sus pisadas, que recordaban vagamente el tictac del reloj. De vez en cuando, el individuo se detenía y quienes lo espiaban desde los cristales de sus ventanas tenían la sensación de que con su quietud detenía también el fluir del tiempo. Frenaba su marcha y examinaba cada casa, al parecer iba buscando una en especial, pues su vista siempre iba en dirección a la numeración de la vivienda. En cada esquina, escudriñaba algo en el interior de un libro que llevaba, quizás se trataba de un croquis o de una dirección escrita en una servilleta. Luego de esa acción repetida en cada esquina, continuaba su marcha y el planeta volvía a girar ante la mirada burlona de las estrellas crucificadas en la cúpula celeste.

* * *

-Querido, ven a ver esto. Un loco anda transitando por las calles congeladas. -Déjame ver. Tienes razón, ¿quién será? No es uno de los habitantes del pueblo, ¿qué vendrá a buscar? Míralo nomás, pobre hombre, eligió un mal día para conocer el pueblo, o, mejor dicho, lo que eligió fue una mala estación. Sólo espero que la borrasca no lo levante en vilo como a esas hojas mustias. Fíjate, se quedó parado en la esquina, está mirando algo en ese cuaderno o lo que sea que lleva. Vamos, no abras tanto las cortinas, que nos puede ver, sólo ábrelas lo necesario como para que clavemos la vista entrambos sin molestarnos. Sí, así está bien. Obsérvalo, siempre hace lo mismo, se detiene frente a cada casa y la examina con perplejidad. -Amor, ¿y si se tratara de un ladrón? -Pues es una posibilidad, querida. Mejor ve a traerme la escopeta. Eso es. Es mejor estar prevenidos. Aunque su vestimenta lo presenta como alguien de clase acomodada. Mira ese sobretodo de cuero, ¡debe costar una fortuna! Además esas botas que utiliza no son militares, las he visto en la tienda del turco, son botas de explorador y su costo lleva varios ceros a la derecha. Lo que me intriga es qué diablos estará buscando a estas horas por estos sitios y con estos vientos furiosos. ¡Calla! El individuo se detiene frente a la iglesia, ¿qué buscará? Ahora se acerca a nuestra casa. Mejor apaga la bombilla; lo contemplaremos desde las tinieblas. No te preocupes, pues en segundos apenas nuestros ojos se acostumbrarán a la oscuridad y podremos ver casi tan bien como un felino. Lo ves, ya lo distingo perfectamente. Ya casi se encuentra frente a nuestro hogar. No puedo distinguir su rostro, pues su bufanda hace las veces de pasamontañas. Si tan sólo pudiera verle la cara... Tú sabes ya que dicen que el rostro es el espejo del alma. -Aunque eso rara vez es cierto, querido... -¡Ja, ja! eso lo dices porque te conviene. Bueno, parece que nos salvamos, nuestra casa no es la que busca. Se ha ido a mirar la del vecino. ¡Ah!, mira esto, me trajiste la escopeta sin carga. Y si se trataba de un ladrón, ¿qué se supone que iba yo a hacer con una escopeta sin municiones? Bueno, no importa. Ya pasó. Vámonos a la cama, que este frío hiela hasta mis más ardientes pensamientos.

* * *

“¡Por los mil demonios! Si existen tormentas en el infierno, feroz competencia les harían éstas. Quizás se deban a la estación, pero, ¡vive Zeus!, que nunca he sido rodeado por brazos de borrasca más poderosos que éstos. Eolo se halla realmente con un humor pésimo. Y estas molestosas hojas que luchan por adosarse a mi cuerpo cual si de un imán y limaduras de hierro se tratara la escena. Afortunadamente estoy protegido, este tapado me cubre bien y esta bufanda también, pero aun así algunas hojas llegan a mi talón de Aquiles, mi zona desprotegida, donde ni el sombrero ni el tapado ni la bufanda pueden cubrirme: la parte de los ojos y la nariz. Al llegar apenas, una de esas hojas amarillentas se metió en una osada tropelía por mis fosas nasales y me ocasionó un acceso de estornudos que no padecía desde mis épocas de alpinista. Y este frío aterrador que mortifica mis pulmones parece no querer rendirse e intenta colarse en mi interior por todos los costados. Ignoro cómo, pero lo logra, quizás usa algún atajo por las dimensiones superiores. Y para mayor desventura no encuentro la casa que estoy buscando. Es que todas son muy parecidas y la memoria me falla. Me parece que estoy perdido. En mi primera visita lo que vi fue una capilla de madera y esta iglesia está construida con ladrillos caros. Mejor sigo caminando. En verdad me gustaría que la gravedad de Gea fuera más poderosa y me atara al suelo con mayor fuerza, pues de otro modo en cualquier momento podría elevarme por los aires en brazos del rabioso Eolo y podría ser fulminado por algún rayo del viejo Zeus, confundiéndome con un titán que intenta escalar el Olimpo. No es únicamente el dios de los vientos, sino también Mnemósine, la diosa de la memoria, quien me está jugando una mala pasada. Por favor, celestes númenes, guíen mis pasos hacia la casa que buscando ando. ¿Cuál calle debo tomar? ¿Debo seguir derecho o torcer el rumbo hacia mi siniestra o diestra mano? Guíame tú, rubio Apolo.”

* * *

Los vientos recrudecen sus ataques y el sombrero del forastero salta surcando los aires cual si de un boomerang sin retorno se tratara al mismo tiempo en que de un tropezón da de lleno con toda su humanidad en el suelo, pues el viento no sólo levanta hojas sino también mucho polvo y la cantidad de éste es tanta que se cuela por todas las rendijas de ese extraño visitante que osa aventurarse a estas horas muertas por un pueblo tal vez desconocido para él y cuyos habitantes no tienen intenciones de abandonar la seguridad de sus viviendas para salir en su auxilio, mas es muy corto el tiempo que permanece en la abatida epidermis del planeta, pues en segundos apenas se incorpora nuevamente y a pesar de que allí principia su incertidumbre prosigue su camino primeramente con pasos trémulos que van ganando confianza y firmeza al poco tiempo y ahora parecen solidificarse definitivamente porque está continuando su rumbo sin dilaciones ni vacilaciones de ninguna clase.

* * *

“Sé que debo abrirle. Es un forastero y necesita ayuda. Y en este convento siempre la hemos ofrecido a quienes la precisan. Pero si abro las puertas esta tempestad introducirá toneladas de polvo y hojas mustias en el interior, y se sabe que empuñar la escoba no es una de mis aficiones. Además aquí somos todas mujeres, y aquel es un hombre. La mujer es débil y por más que seamos muchas un solo hombre puede sembrar estragos. Comida tenemos, podría ofrecérsela. Pero más que alimentos lo que necesita ese hombre es un refugio, un lugar donde abrigarse del viento. Debo abrir estas puertas pesadas e invitarlo a entrar. Viene a mi mente el episodio bíblico del buen samaritano. Debo abrirle. O no. ¿Y si es un ladrón? Quizás sea un asesino. Tampoco hay que arriesgarse. ¡Oh, Dios mío, cuánta incertidumbre! Por un lado está el deber, pero por otro la propia seguridad. Mi espíritu está dudando. Es mi misión socorrerlo, pero ¿a costa de mi propia seguridad?, ¿es menester correr ese riesgo? No. No lo haré. Perdóname, Dios mío, pero no lo haré. Cierro las puertas y medito en mi reciente decisión. La madre superiora no tiene por qué enterarse.”

* * *

Christian Solar volvía a ese pueblo perdido en el que estuvo exactamente dos años atrás. En aquella lejana ocasión había sido invitado por Patroclo Sáenz. Se habían conocido en un bar de la capital. Christian leía atentamente las diminutas letras de un libro y ocupaba una mesa solitaria. Patroclo pagó su cuenta y se levantó para retirarse del bar. Cuando estuvo a punto de atravesar la puerta, vio a Christian leyendo un libro grueso, miró el título y quiso averiguar más sobre el desconocido:

Disculpe, ¿qué libro es ese? Se llama La Odisea. Ah, la escrita por Homero, el ciego poeta griego. Así es, el gran Homero. Sí, grande en verdad, he leído su Ilíada, Odisea, Batracomiomaquia y sus himnos. Oh, ha leído mucho de él, yo también leí todo eso. Me sorprende, ¿qué le parece si nos tuteamos? Como gustes, soy Christian. Yo me llamo Patroclo, ¿puedo sentarme? Claro, adelante Patroclo, amigo de Aquiles. Sí, resucité de entre el campo de cadáveres de Troya, soy un asiduo devoto de la cultura griega, he leído a gran cantidad de autores de la época. Qué coincidencia, también soy ferviente admirador de los griegos y en menor grado de los romanos. ¡Ah, los romanos! de ellos me gusta Publio Virgilio, su Eneida ha sintonizado muy bien con el gran trovador griego. Sí, apoyo esa afirmación, el mantuano lo hizo de maravillas. Así es, pero los romanos sólo tomaron toda la mitología griega y se conformaron con rebautizar a los dioses. Muy cierto, el crédito es de los griegos, sus dioses son los auténticos. Claro, ¡viva Zeus y muera Júpiter! ¡Arriba Atenea y abajo Minerva! ¡Gloria a Ares y descrédito a Marte! Me place en grado sumo esta conversación. A mí aún más, justo cuando me disponía a volver a casa vi tu libro y decidí preguntar, vine a la capital solamente para publicar una recompensa en un periódico para quien hubiera hallado una carpeta azul con importante contenido que se me extravió en una estación de ómnibus hace cinco días. Entiendo, soy periodista pero mi ocupación favorita es la lectura de los grandes griegos, me encanta –como al magno macedonio- releer a Homero a todas horas y en todas partes; además hoy es mi cumpleaños y estoy celebrándolo con unas copas. ¡Felicidades! oye, en casa tengo una biblioteca inmensa sobre la cultura griega, también esculturas, imitaciones de armas y armaduras. ¡Qué interesante! Me gustaría ver eso algún día. ¿Y qué te parece si vamos ahora, Christian, y de paso festejamos tu cumpleaños con algunas copas más? Me parece una fenomenal idea, además tengo mucho tiempo hoy. ¡Perfecto! Tomemos un taxi, corre por mi cuenta. Está bien, acepto complacido, amigo Patroclo.

* * *

El vehículo se desplazaba por las superpobladas calles de la capital. El conductor del taxi oía atentamente a los dos pasajeros que estaban enfrascados en una conversación sobre dioses extraños y aconteceres remotos. Se alejaban de la ciudad capital y se internaban en el interior del país. Llevaban viajando una hora y media cuando al fin llegaron al pueblo de Patroclo. Christian observaba el paisaje a través de la ventanilla abierta del taxi; veía las casas de madera, las calles de arena roja, la vegetación abundante. Vio una pequeña y pobre capilla, al parecer construida a los apurones. "Esta es la capilla de los monoteístas", le dijo su nuevo amigo Patroclo y ambos rieron abiertamente. Christian analizó mejor la capilla. Le recordó sus lejanos días de catequista, aquellas épocas juveniles cuando predicaba la palabra de Cristo. Se sorprendió de la forma en que había cambiado su espíritu sin darse cuenta. Siguieron derecho tres cuadras de la capillita y luego doblaron media cuadra a la izquierda y llegaron a destino. La casa de Patroclo era grande, hermosa, una pequeña mansión que contrastaba enormemente con las otras edificaciones del pueblito. Patroclo le mostró el interior de su casa, su biblioteca nutrida, sus estatuas, sus cuadros. Luego comieron carnes asadas, hicieron libaciones a los dioses y acabaron dormidos, postrados por la ebriedad. Al amanecer, liberados ya de las garras del dios del vino, Patroclo dio a Christian un croquis de su casa para que volviera cuando quisiera y se despidieron con un fuerte apretón de manos. A la semana siguiente, el director del periódico donde trabajaba Christian decidió enviarlo de viaje a Irak, como corresponsal para cubrir la tormentosa guerra motivada por el petróleo que se había desatado entre dos países de la zona. Así lo hizo y al acabar la guerra se quedó a vivir allí un largo período. Tiempo después, asediado por la nostalgia, decidió retornar a su país natal. Llegó al aeropuerto de su nación después de un prolongado vuelo sobre el océano inmenso. Descendió del avión, le dieron sus maletas y tomó asiento en un banco. Era el día en que cumplía otro año; merced a la luz marchita de su memoria, recordó que dos años atrás había conocido a su amigo Patroclo, y había festejado en su casa un cumpleaños inolvidable. Tomó un ómnibus y se dirigió hacia el pueblo donde su amigo moraba, con deseos de repetir el festejo acontecido dos otoños atrás. El autobús lo dejó en la entrada del pueblo; descendió y empezó a caminar. El pequeño poblado está en poder de los vientos que prologan una gran tormenta, los pobladores están metidos en sus casas y el frío se apodera del paisaje. Cuando Christian da sus primeros pasos una marchita hoja amarilla se incrusta en su nariz y lo convierte en una máquina de estornudos ininterrumpidos. Va caminando y se para en cada esquina siguiendo el croquis que le había dado su amigo. Se detiene frente a la iglesia y la contempla. Recuerda la ubicación del edificio, pero el templo que él había visto era de madera, mas ese había sido quemado años atrás, la gente decía que el incendiario era su amigo Patroclo, pero en verdad el autor del hecho había sido el propio Padre Marcos, el sacerdote que veía en esa acción el único modo de conseguirse un templo mejor para sus feligreses. Las autoridades eclesiásticas habían tomado cartas en el asunto e iniciaron la construcción de una monumental iglesia de ladrillos sobre las cenizas de la paupérrima capillita quemada. Sigue caminando. A las pocas cuadras el viento arreciará sus ataques y su sombrero se desprenderá de su cabeza; el polvo alborotado se levantará en rebelión y obligará a Christian a cerrar sus ojos y por culpa de eso no podrá ver la roca en su camino y tropezará con ella y dará con su cuerpo en el suelo. Luego se levantará e irá caminando derecho tres cuadras de la iglesia, y verá en su mapa que la casa que busca está a la vuelta de la esquina.

* * *

“¡Cómo me gustaría estar ya en casa de Patroclo, al resguardo de estos vientos iracundos! Ya falta poco, de esta iglesia debo caminar tres cuadras y virar a la izquierda. Será maravilloso repetir el festejo como en aquella ocasión. Aún lo recuerdo, cuando llegamos frente a su casa quedé cautivado por la Venus de Milo que adornaba su jardín y al adentrarme en su vivienda me deslumbraron las esculturas de los viejos dioses. Vi la Atenea de cobre, su Zeus de mármol y el Dyonisos de oro. Encantado quedé con la enorme biblioteca que tenía ejemplares antiguos, obras de todos los poetas griegos que mi memoria recordara. Por las paredes colgaban cuadros que rememoraban viejas escenas de la Ilíada, en uno de ellos se veía la Troya asediada por los soldados, en otra Aquiles peleaba con Héctor. Me impresionó mucho el cuadro de Polifemo con el singular planeta de su ojo. Yo miraba los lienzos magistrales mientras él ponía al fuego la deliciosa carne de una res. Luego me llamó, hablamos y bebimos en abundancia. Con nuestros cerebros ya en poder de Dyonisos hicimos libaciones a los dioses. Esa fue la mejor parte, libamos en honor a tantos dioses que creo que terminamos mezclando a los griegos con los romanos y hasta si mal no recuerdo bebimos en nombre de Ra, Krishna y Quetzalcóatl. ¡Diantre! Estos vientos violentos se han llevado mi sombrero, pero levantémonos, ya alguien decía que si uno cae mil veces, mil veces debe levantarse. Muy bien, estoy a tres cuadras de la iglesia. Ahora doblaré media cuadra a la izquierda y me reencontraré con mi viejo amigo Patroclo. Espero que se halle en casa, creo que será de su agrado esta pequeña escultura de Heracles que le traigo de obsequio.”

* * *

–Helena, mira. Mi agenda dice que faltan pocos días para nuestro primer aniversario.
–Sí, Patroclo, apenas faltan trece días. Ya hará un año de que nos conocimos en aquel ómnibus del transporte urbano.
-Así es, recuerdo que te negaste a bajar conmigo del autobús, pues me creíste un loco de los tantos que pululan por estos días en las calles de Atenas.
-Lo aparentabas muy bien en verdad, querido, pero el destino que todo lo hace y deshace jugó de nuestra parte y terminamos casándonos.
-¡Oh, sorpresa!, mi agenda dice que justamente hoy es el cumpleaños de un gran amigo mío, Christian, Christian Solar. Lo conocí en un bar de la capital de mi país. Era un gran admirador de la cultura griega, como tú y como yo. Pero tú lo eres por patriotismo.
-Pero Patroclo, si yo hubiera nacido en la Antártida igual amaría la mitología griega.
-Puede ser, pues yo nací en aquel recóndito pueblo sudamericano y de igual modo quedé cautivado por ella, a tal punto de vender todas mis posesiones para conocer la milenaria Grecia, y no me arrepiento, pues aquí te encontré.
-El haberme casado contigo fue lo mejor que me pasó, a pesar de la oposición de la arpía de mi madre; es una Gorgona y Átropos está por usar las tijeras con ella.
-No quisiera hablar de tu madre. Lo que quisiera saber ahora es qué estará haciendo mi amigo Christian en estos momentos.
-Probablemente festejando su cumpleaños.
-Sí, imagino que estará celebrándolo rodeado de amigos, ajeno totalmente al pensamiento de que aquí, en Grecia, Patroclo Sáenz lo felicita y recuerda que fuimos grandes amigos en una noche en que libamos en honor a los dioses hasta el amanecer en parodia de los banquetes de La Odisea.
-Eso ya me lo contaste dos mil veces, Patroclo.
-Muy bien, dejémonos de charlas, mi princesa griega, y elige entre el lecho o la pira funeraria.
-El lecho mil veces, amor mío.

Texto agregado el 03-03-2006, y leído por 249 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-03-2006 Un cuento hermoso, un transitar por tu libro, un espacio donde convergen los personajes y se traslucen nuevos detalles que iluman situaciones anteriores e hilvanan las historias, como la carpeta azul olvidada en el ómnibus, las causas del incendio en la iglesia. Es una técnica atrapante y un cierre óptimo a los primeros relatos. ***** Ulrica
09-03-2006 Disfruté tu relato. Mucha mitologia griega y quizá algo (no lo he leido pero creo que por ahí van los tiros) de Rulfo. Me sabe mal (como se dice por Valencia) por el pobre Christian Solar. Y por Menelao, que se repone de una cornada y recibe otra. Saludos. sespir
04-03-2006 Mitología, aventura, excelente y particular forma, un mensaje de fondo, así puedo seguir pero no repetiré elogios. Paraguayo simplemente desear que nos sigas deleitando con tu maravillosas obras. chaja
03-03-2006 .deslumbrante, como siempre. Mildemonios
03-03-2006 por todos los dioses del Olimpo, este polvoriento transitar es mucho más que un cuento,es recorrer la historia milenaria de manera tan amena y bien escrita que se llega al final sin darse cuenta , estrellas y felicitaciones por el despliegue de intelectualidad india
 
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