Mientras su cuerpo entero se balanceaba lleno de sudor, el horizonte que se alcanzaba a distinguir inmenso y majestuoso a través del visillo de la oscura habitación, la invitó a volar. Ella de inmediato aceptó.
Imaginó los paseos montada a caballo que solía dar junto a su padre a orillas del río Maule, con su vestido floreado, los zoquetes blancos y sus zapatos de charol, siempre manchada de caramelo y coronada de moños.
Las leves sacudidas que en ese instante asolaron su encrispada piel hicieron rechinar el catre y le recordaron los años de esquelas, cuando había que tomar el micro para llegar a clases. Recordó a Samuel, su primer pololo, el que nunca se cansó de nombrar en cada slam que le tocó llenar.
Repentinamente se sintió transportada como una diminuta pelusa a aquellos años de sus sueños, cuando el cutex de sus uñas brillaba con luminosas lentejuelas de color fuccia.
Se imaginó provista de alas saliendo por el ventanal disparada hacia la noche, con los brazos extendidos, respirando el fresco color púrpura de la penumbra.
El viento pegándole en el rostro le arremolinaría el pelo y le llenaría los pulmones de aire hasta henchirlos, oxigenándole por breve instante el alma congestionada y turbia.
El remezón de sus piernas sobre la cama deshecha le hizo recordar el traqueteo persistente del tren que todos los veranos la transportaba desde Valparaíso a Viña del Mar, con esos blue jeans a la cadera y esos petos que apenas alcanzaban a cubrir sus esculpidos senos de adolescente, manteniendo embrujados a todos los varones del carro. En aquellos años ella era una reina, una manzanita confitada, como solían piropearla los más osados.
Sin saber la causa ni el por qué, de pronto recordó a Luciano el único amor en toda su vida. Evocó el brillo titilante de sus acaramelados ojos, el grosor de sus manos, sus tatuajes en la espalda, el nácar de sus finos dientes, su olor a colonia, y el dulce sabor de boca olor a cicle de fruta.
Como una irresistible compulsión deseó volver a tomar la palabra para exponer sus ideas, su parecer, a subirse sobre una silla y recitar. Habían transcurrido siglos sin que su voz hubiese sonado fuerte, con ánimo de imponerse, como solía ser costumbre en cada rincón donde se plantaba. Su exilio se extendía por mucho tiempo ya sin que la luz llegara a las plantas. Una costra envolvía su corazón y la risa se había esfumado de su boca.
De pronto sintió unas ganas incontenibles de enterrar sus uñas en lo que fuese, necesitaba calmar la furia que en ese instante la dominaba.
El vuelo terminó intempestivamente cuando sintió el rugir de su marido proveniente desde muy abajo, de entre sus piernas, quien bruscamente la jalaba del pelo anunciando su inminente eyaculación. Su cuerpo se sacudió.En un abrupto aterrizaje recordó donde estaba.
De inmediato se apresuró a fingir. Para ponerse a tono lanzó unos gemidos, los mejores del repertorio, parecían tan reales que a ella misma le sorprendieron.
Con amargura comenzó a menear su cuerpo mientras veía escapar impotente los recuerdos por debajo de las rendijas del cuarto.
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