Es de noche. ya no sé que hora es, y tampoco quiero saberlo. Eso implicaría tener que moverme para poder ver la radio-reloj y, primero, estoy muy cómodo; y, segundo, me deseperaría saber que llevo tantas horas sin poder conciliar el sueño.

Qué extraño, me encuentro mirando el techo tapado con una fría cobija hasta la nariz,
no boca abajo y completamente tapado (eso es incluso la cabeza bajo las tapas), tal como lo hago desde los 8 años, cuando creía que demonios vendrían por mí mientras dormía. Con mi vista hacia arriba, puedo ver sobre mi ventana, ver el cielo,
que esta más claro que nunca, como si se hubiera olvidado que éste ha sido un crudo invierno.

Está todo despejado, tan así, que incluso logro distinguir tres estrellas. No hay ningún rastro de nubes, mis tan apreciadas nubes. Quizá esa sea la razón de por qué no duermo, tal vez mis nubes se han ido a alegrar alguna otra vida dejando mi cielo claro y a mi mente desvelada. No hay un solo ruido, algo muy extraño, porque, a pesar de que vivo solo desde hace más de un año, el ruido nunca me falta. Si algo le sobra a este edificio es el ruido.

Y ahora el silencio no me deja dormir.

Aún no deseo ver la hora. Mirar la radio-reloj; aquella sin esos tres botones, a la que ya ni siquiera la alarma le funciona, sería vencerme a la idea de que debo dormir. Finalmente me levanto y (sin mirar la radio-reloj) me voy hacia el ventanal.

Todo el cielo sin una sola nube y totalmente estrellado. Quizás las estrellas se han robado mi sueño. Busco las estrellas que podía alcanzar mientras estaba acostado: siguen ahí, incólumes. No hay luna, no la distingo, pero no importa, porque en realidad nunca me agradó. Me limito a las tres estrellas, esperando algo, no sé qué, sólo esperando.

Hasta que finalmente ocurre. Las tres estrellas, firmes, brillantes, amarillas y para mí sin vida alguna, se mueven.
Y entiendo.
la vida estaba pasando lentamente a mi lado.