Ya la siento, está aquí. La noto haciéndome cosquillas en las articulaciones, retorciéndome el estómago con nudos marineros, llevándome la cabeza a ese estado de semiinconsciencia, anuncio inequívoco de su llegada. Y viene con su cortejo, con los sudores fríos y los temblores, con la tos y cuando la fiebre me pone las orejas rojas y la nariz arde cada vez que exhalo lo que recojo, anuncio sin ningún lugar a dudas que tengo la gripe.
Que bueno tener la excusa perfecta para deambular por la casa como si fueras de la “Santa Compaña” y del sillón a la cama, y de la cama al sillón, paseando por el sofá y haciendo la siesta a la calidez de la alta temperatura corporal. Me pongo un rato la radio, intento leer pero no puedo y cuando llevas toda la mañana y parte de la tarde encerrado en casa, a la hora en que vuelven las fiebres por sus derroteros, empiezas a odiar la gripe y sus secuelas, maldices a ese virus mutante que es tu carcelero.
Si por lo menos estuvieras aquí, podría emitir un suave gemido de vez en cuando, para que me preguntases como me encontraba y vinieras a darme un beso. Me dejarías apoyar la cabeza en tu regazo, mientras me atusas el pelo y me miras con la palabra “pobrecito” gravada en tu mirada, me disolverías el Algidol en el vaso, extendiéndolo después para dármelo, mientras yo exagero los esfuerzos por incorporarme y tragar el analgésico. Harías todo lo que se suele hacer, cuando una persona a la que quieres está enferma.
Quién sabe, lo mismo llegaríamos a la perfección de terminar abrazados en la cama, ayudándonos mutuamente a superar la fiebre.
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