Por fin se abrió la puerta. Había estado esperando con ansias que llegara ese momento; la habitación estaba demasiado sola y reconocía que necesitaba un poco de compañía. Afuera, por la ventana, se oía el pesado ruido del tránsito circular de un lado a otro… como la incesante rutina de la vida.
Ella entró por fin. Asomó su pesada silueta de mujer con décadas en el cuerpo, sin mirar a otro lado que al suelo o a las paredes, como tratando de evitar de cualquier forma la mirada del hombre que, recostado en la cama, la miraba incesantemente.
Como era su costumbre se dirigió primero a la ventana y, con manos temblorosas, juntó las cortinas hasta que no entrara la más mínima expresión de luz desde el exterior. El bullicio también pareció extinguirse un poco.
Él, mientras tanto, no dejaba de observarla. No quería interrumpir aquel ceremonioso ritual del que ella era protagonista. No deseaba perturbar aquella envidiable cordura que la mujer había sido capaz de mantener hasta en los momentos más difíciles de su vida.
-Esa en una de las cosas que me gusta de ti -pensó él hacia sus adentros- y una de las razones más latentes que me hizo caer enamorado. Resulta increíble pensar que ahora –continuó- sigas manteniendo después de tanto tiempo juntos aquellas características que me fascinaron y –se detuvo un momento- que aún lo hacen.-
Pero no quiso interrumpir su accionar… no era capaz de hacerlo; sólo la seguía con la vista de un lado a otro, mudo, como todas la veces que apreciaba su belleza.
Cuando por fin la mujer cerró la puerta, todo el mundo pareció desaparecer. Sólo quedaron en la habitación una silueta temblorosa de mujer triste y un hombre con un miedo terrible a lo inevitable.
Lentamente, tal vez por la edad, la mujer se dirigió hacia la cama y, luego de respirar profundo como tomando valentía por las palabras que de su boca estaban a punto de salir, se sentó a los pies de ella, presa de una irremediable angustia. Levantó la vista lentamente y sus ojos toparon con los de él, como la primera vez, aquella que había tenido sitio más de setenta años atrás y que ahora reconocía en los ojos moribundos de su amado esposo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y pausadamente y con voz agotada comenzaron a hilarse las primeras palabras…
-Amor… si es que estas ahí… si es que puedes escucharme dentro de ese estado en que estás –no pudo evitar que un gemido se escapara junto con el aire que salía pon su boca- quiero que sepas que Te Amo, que lo he hecho todos estos años maravillosos que hemos pasado juntos, todo este tiempo de ensueño que me hiciste pasar y que irremediablemente debía terminar, contra nuestra voluntad, algún día-.
Su mano se fue al pecho, al parecer el dolor de la inminente pérdida de su pareja la tenía al borde de una crisis emocional y, por lo demás, de un paro cardiaco.
Él, por mucho que deseaba hablarle, no podía hacer más que observar: llevaba ya dos semanas internado en el hospital y la enfermedad le había consumido las fuerzas hasta para hablar. Era, ahora, incapaz de mover un solo músculo.
-Amor –pensaba hacia sus adentros- por favor no llores. No lo hagas por Dios!!!-
Era inútil, por más que intentara su cuerpo no le iba a responder; estaba a un costado de la puerta hacia el otro mundo y ya no le quedaban fuerzas.
En su mente, sin embargo, habitaba el pensamiento más doloroso que puede haber; la conciencia de que, durante todo ese tiempo juntos, nunca haberle dicho un Te amo a la mujer que, para él, lo era todo.
Ahora, que la tenía al lado, que la tenía enfrente, que todos esos temores tontos, esas imbecilidades de la vida estaban lejos, ahora que estaba a punto de morir no le quedaba el espíritu necesario para decírselo.
El silencio en la sala hacía más triste la escena que en ella se vivía. Sólo se oía el sordo llanto reverberado de la anciana que ahora, en una acto lleno de tristeza abrazaba el cuerpo débil e inmóvil de su amante. Soltó las que serían sus palabras finales…
-Te extrañaré tanto –exhaló- nunca olvidaré lo que fuiste para mí.-
Se acurrucó fuerte en el pecho de su amado y, en un último gesto, volvió la cabeza hacia el rostro de él, quien ahora, en sus ojos, soltaba un mar de lágrimas de impotencia al no poder decirle lo que sentía.
Ella sonrió agradecida y volviendo su cabeza al pecho, dejando su oído justo sobre el corazón de su amado dijo:
-Yo también Te amo.
Lo abrazó fuerte, más fuerte que cualquier vez anterior. Nunca alcanzó a oír que el corazón de su alma gemela se detenía sólo un segundo después del de ella.
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