La luna apareció por el vidrio de la ventana, esfumada tras la cortina gris, con la panza cortada por el tajo seductor de la menguante.
Desde la cama húmeda, Albino Fuentes la miró sin verla, semidesnudo bajo las sábanas, fastidiado por los mosquitos que alineados en ruidosas hordas, parecían agigantarle el insomnio. El calor arreciaba, trepado a las paredes recién pintadas.
Cambió la posición de la almohada, partiéndola en dos para dejarla más alta, pero el resultado fue nefasto. Al enjambre de zancudos se le sumó la bocina de un grillo invisible que comenzó a desafinar desde un rincón, como brotado del silencio.
Escondió la cabeza, ahora debajo de la almohada y desde allí, en el fondo de aquella doméstica trinchera, con los ojos apretados y los oídos cerrados, esperó.
Esperó el momento sublime e insustancial de internarse en los pantanos del sueño, pero fue en vano.
La vigilia lo asaltó con una tropelía de sensaciones extrañas, cenagosas, de incierto origen. El alma parecía colgarle del pecho, demasiado pesada para caberle en el cuerpo.
Encendió un cigarrillo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en la fría pared.
Supo que eran más de las dos porque la voz del tango ya no desperdigaba penas desde la radio. Entonces no pudo evitar sentirse corroído por una sensación extraña que lo poblaba de vacíos y ausencias, algo nada común en su existencia simple, sin horizontes ni dudas, de soldado raso. Nunca le habían preocupado los mañanas, las urgencias, los compromisos vanos. Casi no había nada más allá del horario rotativo de guardias, de la inevitable y eterna mateada en el servicio, de las tardes de fútbol en la cancha del cuartel, o las recorridas nocturnas que encallaban irremediablemente en los prostíbulos del puerto.
Se pensó un hombre más, soldado viejo, zorro, que a lo largo de los años había aprendido sobre todo, a caminar sin temores por el campo minado de la vida militar, se sabía el más hábil para burlar una orden superior, el más aguantador con alcohol en las venas, el primer espejo donde querían mirarse los recién llegados reclutas de la infantería. Se reconocía buen contador de chistes, amigo entrañable de salidas y
trampas, portador de una inusual habilidad para capturar con el lápiz la esencia de sus camaradas, que siempre terminaban por rendirse ante el clandestino encanto del inefable Albino Fuentes, el milico dibujante.
El cigarrillo se le consumió lentamente entre los dedos, desganado. Dejó caer la colilla en el abismo del cenicero y se internó otra vez en la soledad de la almohada, perdido sin remedio en las arenas del insomnio. Abrió los ojos y miró fijamente los tirantes del techo. De pronto desembarcó en un mediodía nublado, veinte años atrás, cuando cruzó por primera vez la puerta grande del cuartel, con la ilusión de que recién aquel día comenzaba a escribirse su verdadera historia. No se equivocaba. Antes de empuñar el arma, había nacido en la penumbra de un barrio marginado, y llevaba en el cuerpo, como tatuaje ciego, las marcas de una ciudad que lo condenó a ser un niño de la calle. En el cuartel no tardó en obtener la medalla íntima del campeón de los calabozos, el soldado eterno, que una vez robó la botella ve vino más cara que adornaba el mostrador de la cantina de oficiales, para brindar por el cumpleaños de la puta más barata que cantaba en el puerto.
Sus hazañas se contaban en los baños, en las guardias, en los asados. Fue la pesadilla de los superiores, la envidia de frustrados bandidos sin agallas, el más fiero guardián que supo tener el templo de los solteros empedernidos. El amor pasó sin golpear por sus ventanas, y sus metas nunca fueron más allá de conquistar una mujer ajena, marcar el mejor gol, o trabajar en el silencio, para seguir siendo el tema de la semana.
Los minutos se empantanaron en el reloj. La estática de la radio se le volvió una tormenta de grillos taladrando el cerebro. Estiró el brazo lo más que pudo hasta arrancar el cable del enchufe. Por un instante disfrutó del profundo silencio. Probó acostarse boca abajo, las sábanas cubriéndole la cabeza, las manos apretando los oídos. Cuanto más lo perseguía, el sueño más se alejaba.
Pensó que no era una buena señal para su primera noche como retirado.
Entonces recordó esa misma mañana en la oficina del Capitán, cuando había sido llamado para firmar el retiro. Después de veinte años al servicio del Ejército, era hora de volver a la vida civil, a tratar de construir una nueva existencia más allá de los muros apadrinadores del cuartel.
Al Capitán Miranda lo encontró con el gesto aliviado, la mirada esquiva y una sonrisa impostada, que no ocultaba su verdadera alegría por la despedida. El trámite duró pocos minutos, ante el apuro del Oficial por concretar un viaje a la capital, que le sirvió como excusa para terminar el encuentro sin demasiadas palabras. Albino estrechó fuertemente la mano blanda y salió, lamentando tener que dejar de ser la tortura diaria de aquel hombre gordo que jamás pudo domarle la imprudencia.
Aunque le había tatuado de sanciones la foja de servicio, minado de arrestos la existencia, nunca dejó de darle batalla en una guerra no declarada, que supo ser folklórica y esperada por toda la tropa.
Bajo las sábanas, el calor apareció asfixiante, cómplice del silencio.
Albino volvió a sentarse en la cama, encendió otro cigarrillo y repasó mentalmente su futuro. Esperar la despedida con una parranda digna para el sábado a la noche y preparar en detalle la semana siguiente, cuando se iría con su compadre Miguel a concretar una pesquería ansiada.
Estaba fantaseando cuántos serían los asistentes a su última fiesta de soldado, cuando escuchó los pasos al otro lado de la puerta.
Abandonó la cama, picaneado por un mal presentimiento.
Los pasos se oyeron más cercanos. Los grillos volvieron a cantar, alborotados.
Con el torso desnudo, los pantalones en la mano, el cigarrillo colgando de los labios, saltó por la ventana, felino, descalzo, entrenado.
La intemperie lo recibió fría y distante, abandonada, llena de rocíos.
Entonces le golpeó la carcajada y descubrió los ojos como dos brasas ardientes, incendiando la madrugada.
El Capitán Miranda esperaba de pie, el arma de reglamento apuntándole a la cabeza, el rostro desencajado, ya sin alma.
Yo te voy a enseñar, carajo. Gritó.
Y fue lo último que escuchó Albino Fuentes, el dibujante, antes de que un fuego final lo abrazara bajo la lumbre pálida de la menguante.
Con el estruendo del disparo y el viento que se coló por la ventana abierta, la mujer del Capitán Miranda, despertó sobresaltada.
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