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LA OTRA CIUDAD

Como tantas otras, Iberlí se fundó en el borde del territorio conocido, muy próxima a las Colinas Blancas y tan cerca del río como las crecidas normales lo permitían hasta que los trabajos de canalización vinieran con el futuro.
Tan sola y desvalida como sus hermanas de fundación y tan limitada en sus posibilidades como el territorio lo permitiera. No obstante, sus fundadores, después de tantos años de observar la tierra, los vientos, el río y su comportamiento, los animales, los bosques próximos y las canteras de piedra de las colinas, aseguraban un porvenir venturoso y seguro. Y así fue que la aldea se despojó de sus tiendas y creció con casas y calles, trazó plazas con edificios comunales, extendió un puente más allá del río y conquistó la tierra salvaje con cultivos.
Su existencia transcurrió tranquila, como una niñez feliz que crece hacia la adultez. Los problemas llegaron justo cuando esa niñez se desplegaba en una juventud pujante llena de planes. Fue duro vencerlos, hubo que enfrentar el vasto mundo desconocido en una faceta inimaginable.

Aparecieron un día luego de un crudo invierno que heló los pastos duros de la llanura y no dejó brotes tiernos para la primavera. Debieron entonces buscar otros lugares para conseguir hojas y no encontraron otros que los cultivos iberlíes que rodeaban a la ciudad, descubrieron también la ciudad misma y no pudieron vencer la tremenda curiosidad que les provocaba.
Casi como mascotas domésticas se avinieron a sus huéspedes, se albergaron en sus casas, comieron de sus sobras, se encariñaron con los niños y ya no hubo forma de que se fueran. Como pájaros citadinos, se quedaron en lugar que les garantizaba comida abundante y albergue.
Las complicaciones empezaron cuando la población de intrusos empezó a crecer desmedidamente y cuando la convivencia se hizo intromisión y los iberlíes sintieron que su apacible vida se tornaba en insoportable batalla contra los sabandijas. No quedaba lugar que los animales no invadieran. Las plazas se llenaban de nidos en los árboles y todo tipo de desperdicios caía sobre los prados mientras que en las casas sus moradores recurrían a la expulsión para recuperar el espacio perdido.
Les pusieron el nombre de "ifesti", que en la lengua del lugar quería decir intruso y no paso mucho tiempo para que los pobladores tomaran la iniciativa de trasladar grandes contingentes de ifestis a las lomas de donde venían, en una manera pacífica de sacárselos de encima.
Los animales volvieron, en grupos familiares como acostumbraban a vivir, con sus crías a cuestas, con atados de ramas para el viaje desde las lomas. Al principio se quedaron en las afueras, muy cerca de las fincas que bordeaban los caminos de llegada a Iberlí, rondando con timidez y recelo, subiendo a algunos árboles aislados a comer hojas tiernas y bebiendo de los canales que regaban los cultivos. Después, en las noches fueron adentrándose entre las casa, tiernamente, como esperando ser recibidos; finalmente volvieron a las plazas y calles aunque las casas les fueron vedadas. Poblaron los techos de los edificios y hasta anidaron en las cornisas de la Drima.
El regreso fue triunfal, la ciudad ahora les pertenecía casi por completo y tanto era así que decidieron hacer en ella lo que los pobladores originales , aunque a su manera. Un día desapareció la columna ceremonial de la plaza principal, no se la encontró por días enteros hasta que una mañana apareció erguida frente a la intendencia rodeada por un círculo de piedras angulosas cuidadosamente seleccionadas por colores. La columna volvió por la tarde a la plaza, llevada por los hombres de la ciudad y las piedras la acompañaron el día siguiente acarreadas de a una por los ifestis. El intendente ordenó que no se las retirara.
La Drima fue el próximo objetivo. El día anterior los ifestis acarrearon frutas rojas hasta detrás del edificio ante la mirada suspicaz de los pobladores. La fuente de agua, cuidadosamente vaciada sirvió para contenerlas y luego pisarlas hasta obtener un jugo encarnado que teñía como la sangre. El edificio de la asamblea apareció pintado con el jugo rojo en todo sus contorno y hasta la altura que llegaban los brazos extendidos de los ifesti. Los culpables fueron fácilmente identificados por sus brazos peludos, teñidos hasta los codos de rojo.
Nuevos exilios y nuevos regresos se sucedieron, esta vez los animales volvieron con trofeos desde las lomas y los depositaron en filas paralelas en medio de las calles. Piedras vistosas, ramas de complejas formas, herramientas olvidadas en el campo, vainas comestibles, juguetes olvidados por los niños una rueda de carro partida, podían ser los presentes traídos. Y no podían ser otra cosa si los ifestis, sumisos y humildes junto a las filas de objetos, esperaban una demostración por parte de los pobladores de la ciudad.
Las conjeturas se discutieron el la Drima, largos debates se tejieron alrededor de los ifestis y su comportamiento tan particular, entre tanto, la ciudad se transformaba de a poco por las "obras" inconexas de los animales.
El extraño impulso que llevaba a los animales a retornar a la ciudad y a vivir en ella era entendible, pero la actividades manuales eran incomprensibles; las habilidades para transportar objetos y aún alimentos de reserva para los regresos desde las lomas, causaban los más profundos análisis por parte de los especialistas en la fauna del lugar.
La Drima ordenó investigar el lugar de origen de los ifestis y allá fueron los enviados buscando en las lomas del oeste, el sitio misterioso. No fue difícil identificarlo. Un pequeño valle poblado de arbustos medianos de hojas crespas y espinas, una aguada serpenteante que corría pendiente abajo hasta el llano, innumerables nidos de ramas sobre los arbustos , el suelo absolutamente limpio y rasado como si se estuviera por cultivar y sobre él , complejos diseños de piedras alineadas o dispuestas en círculos o formas geométricas sin ordenamiento inteligente aparente.
Aún antes de la llegada de los hombres los peludos habitantes de las lomas acostumbraban, quien sabe por que, construir alineamientos pétreos
debajo de sus moradas en los arbustos y alrededor del territorio ocupado. La ciudad humana, había sido un lugar irresistible para habitar con tantas cosas para hacer y deshacer.
La solución del conflicto no se hizo esperar , la Drima mandó a los albañiles tan rápido como discutió las partidas de dinero con los representantes de los vecinos.
La construcción se hizo a medio camino entre las lomas y la ciudad, lejos de los cultivos y fuera del posible crecimiento de Iberlí en el futuro. Los arquitectos mandaron construir gran cantidad de cubos superpuestos con aberturas , entrantes y salientes; dispusieron un orden entre los cubos y los espacios libres y llenaron de arbustos algunos vacíos para simular plazas. Dispersaron ladrillos y bloques de piedras en prolijos montones junto a los bloques y cortaron troncos de madera liviana que dejaron apilados junto a los bloques. Desviaron un canal de riego por entre los cubos y formaron un remanso fuera de los grupos para interesar a los ifestis en el agua. Agregaron escaleras, rampas y balcones, pintaron los cubos de colores y llenaron uno de ellos con juguetes abandonados.
El resultado fue no solo un juego para los propios constructores sino también una tentación para los niños de Iberlí, mientras tanto los ifestis miraron curiosos las construcciones mientras duró la obra. Un día se fueron los hombres y la ciudad de juguete quedo a la espera. Tímidamente al principio y con decisión después, los pequeños intrusos, erguidos sobre sus patas traseras hicieron la primera revista por los atractivos cubos multicolores. Para la tarde tenían una instalación de avanzada en el cubo más alto y dominante sobre la plaza; a la caída del sol, unas cuantas familias dejaban los edificios de Iberlí y marchaban con sus crías a cuestas o con pequeñas piedras de colores hacia la novedosa construcción de los hombres.
En una semana los ifestis dejaron la ciudad y poblaron sus aldea. Desde entonces viven en sus propia ciudad y solo muy pocas veces visitan a sus vecinos humanos. Tal como los arquitectos supusieron los montones de ladrillos, piedras o palos han desaparecido, en su lugar el piso de la aldea se ha llenado de líneas y formas extrañas que cambian permanentemente, mientras que en los techos de las construcciones han aparecido unas complicadas tramas de palos atados entre sí, donde los pájaros se posan durante el día para cantar y los ifestis los imitan desde abajo con sus chillidos.

La aldea no crece, los ifestis no saben construir ámbitos cerrados, solo entrelazan palos y alinean piedras, cambian de color sus moradas y se zambullen en el remanso de agua que los humanos construyeron. Sus crias se persiguen entre sí y a los niños que se atreven a la aldea disparatada que brilla multicolor bajo el sol.
De vez en cuando los hombres visitan a los ifestis y dejan frutas y hojas frescas para que coman, los niños llevan sus juguetes viejos y rotos mientras que la Drima se asegura de que los arbustos se mantengan vigorosos para que no falte la comida.
Las dos poblaciones son vecinas, una mira hacia el futuro y hacia las tierras desiertas del otro lado del río, la otra juega a que es humana y a que inventa cada día una ciudad.
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Relato de las "Crónicas Metonas", en Atlas Methonis, Ediciones Ulpianas, Nova Roma, 2190.

Texto agregado el 28-02-2006, y leído por 451 visitantes. (1 voto)


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