Dos Mujeres

Se empinaba para alcanzar la cabeza de metal que remataba el monumento y sostenía unas flores simples y frescas, apretadas en una de sus manos. La mujer hablaba, sin yo poder escuchar sus palabras, a la cabeza de metal que miraba plácidamente hacia el mástil al otro lado de la plaza. Las mejillas frías, arqueadas en una sonrisa permanente de labios finos, brillaban con los primeros rayos de sol de la mañana de julio. Las manos de la mujer acariciaban el pelo tenso, tomado en un rodete en la nuca y corrían por la cara metálica como lo hubieran hecho por la de una hermana.

Qué estaría murmurando esta mujer de pelo cano, que debió ser una niña cuando la otra mujer conmocionaba otra plaza enorme y llena de gritos. Qué recuerdos las uniría que aún tan lejos y en un apartado barrio, tantas cosas tenía para decirle?

Las manos heladas y temblorosas por el frío de julio se posaban de vez en cuando en el prendedor, sobre la solapa izquierda del Chanel, quizá buscando acomodarlo; los labios agitados, sin dejar de moverse, murmuraban cosas y besaban las mejillas frías en un desborde de afecto.

Sentí pudor por quebrar la intimidad de las dos mujeres, dejé de mirar la escena que invadía con mi presencia. Me conmoví con la ceremonia matinal que aquella mujer de ropas humildes celebraba con su congénere del pedestal y llevé conmigo para siempre la escena de aquella mañana fría.

Imaginé que la mujer humilde volvería a sus quehaceres sintiéndose menos sola que otras veces y más animada al haber contado tantas cosas a su amiga de la plaza, me conmoví en pensar en todo el tiempo que separaba a las dos mujeres y en todo lo que todavía las unía.

Imaginé también que cuando la mujer humilde se fuera, la plaza de barrio se volvería más grande que aquella otra, donde alguna vez había vibrado una voz ronca y poderosa y también me di cuenta que la mujer del pedestal volvería a quedarse tan sola como lo estuvo hace medio siglo.


1995
2005.