Como casi todas las cosas trascendentes, se fue dando sin que tomara demasiada conciencia, doctora. Yo lo amaba como loca, con desesperación, devotamente. Era toda mi vida, mi felicidad, mi alegría. Lo amaba al despertarme, cuando trabajaba, volviendo a casa, todas las noches. En él empezaba mi mundo y en él terminaban todas las cosas que alguna vez me habían parecido importantes. De a poco fui perdiendo contacto con el mundo real, dejando paso a un universo en donde sólo sonaba el eco de su voz y mi risa feliz porque el cielo había bajado al living de mi casa.
No supo explicarme por qué una tarde hizo pedazos el cristal. Los motivos quedaron desdibujados en una maraña de reproches y culpas arrojadas al viento con la furia de saber que se ha roto el juguete más lindo que alguna vez se tuvo. Los hechos, por confusos, tomaron en mi cabeza dimensiones increíbles. Y me quedé parada otra vez en el medio de mi vida desierta. Usted dirá que es una historia como tantas, como todas. Siempre pensamos que somos únicos e irrepetibles, que lo que nos pasa es un milagro. Si, un milagro tan ordinariamente común como el pan, y no por eso menos sabroso.
El caso, doctora, es que me propuse olvidarlo. Pero en el sentido más literal de la palabra. No hablo de superar el dolor, o de procesar la angustia, sino de borrar de mi memoria cualquier vestigio de su paso por mis días. Porque de otra manera, la vida no se me hacía posible.
Lo primero fue borrar su voz de mis recuerdos, su timbre característico e inconfundible que conocía en todas sus variantes, amodorrada, enamorada, furiosa. Lo primero que hice fue cantar una canción cada vez que sonaba aquella voz en mi cabeza, con la idea de aturdir un sonido con otro, pero no funcionaba. Intenté cantar lo más fuerte posible, pero terminé siendo expulsada de cines, colectivos y diversos lugares públicos. Entonces probé un método algo más drástico y silencioso. Cada vez que el recuerdo me asaltaba, pellizcaba con saña alguna parte de mi cuerpo. Y debo decirle que dio resultado. La inmediata asociación del dolor físico hizo desaparecer de mi vida su preciosa voz.
Con la piel repleta de manchas moradas, emprendí el olvido de su teléfono. Este punto era importante, porque mis manos lo discaban por costumbre, y accidentalmente podríamos haber vuelto atrás ante el fatídico descuido de que su voz se colara del auricular a mi oreja. El caso es que mi piel presentaba un dolor permanente que no me dejaba percatarme de los nuevos dolores que intentaba provocar. Ya no podía pellizcarme para tal fin, así que busqué otra opción. Cada vez que recordaba su teléfono, apretaba mis dedos con lo primero que encontraba a la mano. Los torturé con cajones, puertas, ventanas, pinzas y hasta una morsa de carpintería una tarde en que salí de compras y el recuerdo me sorprendió para vencerme. Finalmente olvidé sus números por completo, y cuando digo por completo quiero decir que ya no puedo utilizarlos para escribir cifras porque mi mente los ha borrado de mi realidad. Me las arreglo bastante bien pidiendo a los comerciantes que me indiquen el color del billete que debo entregar por mis compras, si verdes o azules, y aunque debo soportar burlas y miradas de asombro, no padezco la tortura de saber que podría llamarlo sin querer.
Lo siguiente fue su cuerpo. Difícil, doctora, muy difícil. Fue el campo abierto en donde descubrí de qué hablaba Neruda en sus poesías, allí estaba el olor de la vida, de la felicidad. Todas sus formas las sabía mejor que las mías, mi refugio, mi puerto, el único lugar en donde era posible descansar. ¿Cómo borrar de mi nariz el olor de su cuello, de su pecho? ¿cómo extirpar de mis recuerdos la suavidad de la piel de su espalda? Mis dedos eran diez bultos hinchados y oscuros, mi piel no dejaba de doler ni recuperaba su color, y yo necesitaba algo rudo, a la altura de tan doloroso enemigo. Qué mejor que el fuego para borrar los rastros. Cada vez que la nostalgia ladeó mi cabeza para buscar su hombro, castigué con fuego mi debilidad. Me quemé con fósforos, con encendedores, con brasas, con planchas, cigarrillos ajenos, y un día ante la falta de elementos más comunes, metí un alambre en el enchufe de la carnicería. No me dejaron explicarles cuánto necesitaba borrar su cuerpo de mi memoria y me sacaron a patadas. No me importó. De todas formas, ya no me gustaba cómo me miraban cuando preguntaba con qué colores debía pagar mi compra.
El fuego por fin logró esfumar sus contornos, quizás porque el ardor que sentía, sumado al dolor y la hinchazón, me obligaban a concentrarme en otras cosas.
Ahora la parte más dolorosa, la que más me resistía a olvidar... su cara, doctora, su bellísima sonrisa abierta tan sólo para mí. Sus dientes atrapando en el aire la alegría de estar juntos porque sí. Sus ojos al llorar como un chico arrepentido, esos ojos que me atravesaban certeros dejándome indefensa, desprotegida, confiando plenamente en aquel ágil cazador de corazones. Entienda, doctora, las medias tintas no iban con semejante empresa. Así fue como arranqué uno por uno los pelos de mi cabeza cada vez que el recuerdo de su hermosísima cara osaba empañarme los ojos hasta hacerme llorar. Y como no fueron suficientes, continué con las cejas y me declaré vencedora al arrancarme la anteúltima pestaña.
Sólo restaba un último vestigio que borrar de mi cabeza para sentirme de nuevo liviana y en paz. Debía olvidar su nombre. Todo lo que quedaba de él en mí era una fila de letras sin rostro, que de sólo pensarlas me obligaban a levantar los hombros y rodearme con mi lastimoso abrazo para no llorar. Y la casa estaba llena de las letras de su nombre, en cada cosa que mirara, en la comida, en todo. Saqué sólo lo indispensable para acomodarme en el galpón que estaba al fondo del jardín, y en una noche clara, prendí fuego la casa. Sentada en una pequeña silla de paja la vi arder, llevándose en un millón de chispas hacia el cielo todas las horas, los besos, los abrazos, la esperanza, la ropa que dejó olvidada, el olor de su piel en el colchón. Me dormí viendo la luz anaranjada filtrarse por las hendijas de la puerta de madera.
Su nombre no era fácil de olvidar. El mundo está lleno de letras, doctora, todo tiene letras. Tarde o temprano me asaltaba su inicial desde una vidriera, o en el cartel indicador de calles. Entonces fue que decidí ya no salir. Y en la silenciosa oscuridad de mi galpón, día tras día, escuchando tan solo el caminar de las hormigas, los pájaros construyendo sus nidos en mi techo, el latir apagado de mi corazón, mi sangre circular, logré por fin olvidarme de su nombre.
Usted pensará que estoy mejor. Yo lo pensé también, doctora, con cada pellizco, quemadura, dolor, trabajando tan duro para evaporarlo, yo soñé con el día en que él no fuera nada más que nada, ni un fantasma, no más un recuerdo doloroso, no más una presión acá en el pecho... yo esperaba la paz que había perdido, la calma de no sentir, de no llorar... pero sucede que ahora me asalta una tristeza oscura, una nostalgia que me duele como si la piel magullada la tuviera por adentro... una tristeza sin rostro, sin voz, sin cuerpo y sin nombre, ni siquiera un nombre para que pueda olvidarla.
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