Quejidos, y yo hacía como que no me daba cuenta. Metía las narices de lleno en las páginas de la novela que la maestra nos había asignado, y me alegraba de su brevedad y de que los personajes no fueran tan complicados. Estaba seguro que eso me ayudaría con la preparación de la monografía que tenía que entregar al final de la semana aunque la concentración me estaba costando demasiado. Quejidos. La Titi se paseaba enfrente de mí, provocándome las babas y dejándome la entrepierna del pantalón endurecida, pero tenía que tratar de ignorarla. Tenía que concentrarme.
La Titi había llegado una tarde de verano, hacía cuatro años ya, justo después que mi madre y la Titi anterior decidieran no volver a dirigirse la palabra. Alegaron diferencias irreconciliables. Diferencias provocadas por la aparición repentina de una mujer aspirante a Titi con trenzas muy sensuales y caderas asesinas. Demasiadas lágrimas, demasiada histeria derramada por aquel tiempo. Portazos, gritos, moretones sin dueña. Reclusiones en mi habitación con las manos en las orejas. La música de reggae retumbando en las paredes. La guitarra eléctrica desentonada. Una maraña de greñas entre los alaridos y mis pensamientos.
La nueva Titi comenzó a visitar los jueves y los sábados vestida de trenzas y caderas. Cuando a mi madre la diagnosticaron, ella empezó a quedarse más tiempo y con la gravedad de la condición hizo arreglos para quedarse desde los miércoles hasta los domingos.
El dibujito de una llamita de fuego me lo hice en el Tatoo Parlor de Plaza. Los compinches me dijeron que allí dolían muchísimo menos las agujas. A mí la aguja me había dolido de todos modos. Me lo mandé a hacer en la parte interior de la muñeca, para esconderlo con el reloj, porque si mi madre se enteraba de una cosa así, sería como si toda la quimioterapia del mundo se la aplicaran en un solo día. Yo llevaba meses con la imagen de la flamita, porque se la había visto a la Titi en una de esas en que se había doblado a recoger ropa del piso, o se había bajado a buscar dentro de los armarios, o se había eñagotao para estirarse dentro de los gabinetes de la cocina. La flamita que la Titi tenía tatuada en la parte baja del cóccix, por debajo de la tanga, demolería las voluntades más apertrechadas, estoy seguro. Estoy convencido que si alguna vez alguien le decía que no a ella, y luego ella se doblaba y dejaba expuesta su marca en forma de llamita, esa misma llamita derretiría cualquier privación y nadie nunca sería capaz de negarle absolutamente nada.
La Titi estaba dotada del poder femenino más vigoroso que jamás conocí. Era un poder que la hacía levitar en las noches desde su alcoba hasta la cocina para preparar té contra las dolamas y abrazar a la mujer que sudaba y se retorcía adolorida en el cuarto. Era un poder que le permitía abrazarla y mecerla como efectivo brebaje contra los ataques y la dolencia. Era un poder que lograba sedarla, acunarla, dormirla y borrarle los achaques, y convertirlos en labios gruesos de esperanzas.
En mi salón de décimo grado no había mujeres como ella, ni en toda la escuela. En el barrio tampoco había mujeres como ella. Ni siquiera cuando me iba a vagabundear por el parque o terminaba en el centro comercial, jamás me encontré a ninguna mujer como ella. Creo que la mejor palabra que la hubiera descrito era “deslumbrante”. La maestra de español se hubiera sentido orgullosa de mí.
Hablaba un creole exquisito, aunque negaba que fuera de Haití, porque yo la había escuchado decir en algunos momentos que era dominicana y en otros que era cubana. Pero ni los cubaniches, ni los dominiques hablaban así como hablaba ella. Ni con el acento ni con el arrastre que le daba a las palabras. Era un arrastre meloso, de esos que te dan cosquillas en el bajo vientre.
Una tarde nos encontramos sin querer en la mesa del comedor. La Titi notó algo extraño en mi muñeca y la tomó entre sus manos. Casi sin respirar contesté con dificultad a todo lo que me había preguntado. Me miró cómplice cuando descubrió que yo me había hecho el mismo tatuaje que ella. Quise creer que también ella suponía que aquello marcaba un evento importantísimo. Me hubiera gustado pensar que ella sabía que aquello era un rito entre ambos. Me llamó “hombrecito grande—li petit grandi homme” y se quedó mirándome la boca; la observó por un tiempo que a mí se me hizo infinito.
Luego se puso de pie perturbada y se dirigió a la habitación de mi madre. Cerró la puerta. Siempre que la Titi había estado con mi madre en su cuarto cerraban la puerta. Los fines de semana cuando se quedaba a cuidarla, dormía en su cuarto y cerraban la puerta. Eso no sucedía las veces que mi madre se había quedado sola, que eran lunes y martes. En esos casos se dejaba la puerta abierta para que yo pudiera escucharla en caso de que necesitara algo o tuviera alguna emergencia.
Los quejidos eran otra cosa. Los días en que mi madre estaba sin la Titi sus quejidos eran lamentos. Eran espantosos. Entonces yo iba y la ayudaba a ponerse de pie y trataba de ignorar el olor de la piel de mi madre que se había vuelto amargo, como el de aceitunas podridas, un tanto difícil de aspirar. Trataba de ignorar que ya no tenía pelo en casi ninguna parte de su cuerpo y me concentraba en los días felices de mi niñez junto a ella y a las otras titis que antes habían abarrotado la casa. Pero los quejidos de mi madre cuando estaba esta Titi, eran otra cosa. Juro que eran otra cosa.
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