Dejo pasar despacio todo lo que está a mi alrededor. Las nubes me confunden, el sol me ciega, la oscuridad me aterroriza y la claridad me desorienta. Intento encauzar los derroteros de mi corazón hacia algún lugar que me haga confluir con la esencia verdadera de aquello que llamamos alma.
Pero me pierdo, no encuentro el camino, ni el sendero, ni un solo rastro del cauce que deben seguir mis pasos… y necesito hallarlo.
Creo saber qué desean mis manos, qué necesitan mi cuerpo y mi mente, pero todo se desliza sin que me dé apenas cuenta y nada me deja sobrevivir de este naufragio absoluto y certero.
Pero me elevé hacia el cielo, intentado recoger de las nubes un rastro de esperanza, una sensación que me permitiese sentirme viva. Y al mismo tiempo que volaba, que flotaba entre un mar de estrellas y caricias, sentía una vez más que me caía, que empezaba a bajar hacia la tierra sin poder ponerle freno antes de estrellarme. Pero justo antes de rozar la tierra una gran luz se abrió ante mis ojos, una mano amiga me tendió sus dedos y acarició mi cuerpo: era el futuro, era la esperanza, era todo lo que me quedaba por vivir… reaccioné, me desperté, y ahora espero ansiosa mientras lucho por recibir todo aquello bueno y maravilloso, que sin duda, en mi vida me esperan.
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