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Es pretencioso justificar las palabras, la puesta en escena de un abecedario que crece silvestre a orillas de los palenques. Pasear por los discursos, alejados de la jerga y de los borrachos de barrio.
Las palabras fluyen de una forma natural, siguen la dirección del viento y el sentido de la gravedad. Cargadas con todo el peso emocional de los acontecimientos;viajan a través de territorios inhóspitos, hablando idiomas diferentes. Van más allá del armisticio: asaltan la vida de los hombres y se convierten en su segunda piel, en disfraces perfectos para recrear las fantasias. Visten sus mejores galas para visitar a los poetas, calzan el overol y la túnica en los desiertos. Las palabras, revisitadas por todas las generaciones desde el origen, han sido el caballo de batalla desde las primeras guerras; han contado la historia según el edicto triunfal de los vencedores. Amaestradas por los domadores de fieras del circo, perdieron su brillo natural; huelen a plástico, a silencio soterrado. Han sido las herramientas ancestrales de la evolución, manoseadas hasta la impudicia por los sátiros.Rehenes en los combates ideológicos y en los discursos de campaña.
Perseguidas por los censores, las palabras han estado presentes en todas las capitulaciones y las treguas impuestas por la literatura. Fieles a una realidad que las sustrae, han reproducido la vida con la paciencia de los abuelos. Es pretencioso justificar la palabra, cuando no se conoce la intención oculta en el hombre, el sentido que la envuelve y la empuja irreflexivo en un viaje sin regreso. MVR. |
Texto agregado el 27-11-2003, y leído por 244
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