Si los ineptos de mis padres o los estúpidos de mis profesores me hubieran explicado que en la oscuridad no está el demonio, ni el terror ni el escalofrío, sino en una equilibrada combinación de química y electricidad concerniente ante todo a mi cerebro; no habría gastado tanto dinero en puñales, cuchillos, hachas y sogas de todos tipos y te habría citado digamos en tu restaurante predilecto y ahí, sin necesidad de abrirte desde el cuello hasta el ombligo, con la simple química entre nosotros y la electrificante toxicidad de mi siniestro verbo, habría sellado para siempre con fuego en tus entrañas el recuerdo de esa tonadilla que siempre silbo después de haber tenido una buena comida. Pero hay tantas cosas que no le enseñan a uno, que ya sabemos que en este reino de ciegos rigen los tuertos. Pero tenme paciencia, estoy aprendiendo.