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"Son bellas las descripciones que hizo el bisabuelo de aquellos campos desérticos del norte. En todo veía poesía y canto a la vida, es decir reflejaba en el contacto de lo que veía y observaba, lo que dentro se movía en su espíritu. Entró el desmadejado ejército a varias poblaciones donde no había guarnición militar. En los pueblos y en las rancherías, el bisabuelo era el encargado de tomar la palabra para dirigirse a los asustados habitadores de las villas y partidos por donde pasaban. Su palabra firme y segura de lo que decía, a la vez que alentadora, más que miedo arrancaba entusiasmo. A muchos tuvo que disuadir él mismo para que continuaran en sus labores, porque no dejaba de amonestar que la principal guerra era la que debía librar cada hombre consigo mismo (luchar contra el opresor egoísmo, las pasiones desordenadas y la ceguera espiritual), y en esas lides había que salir vencedores, porque se jugaban no tierras, ni bienes pasajeros, sino un destino eterno.

"Sufrieron fuertes heladas también al dormirse en descampado, y de esos terribles fríos que pasó el bisabuelo le vinieron sus tempranas reumas que padeció por tanto tiempo y le acompañaron hasta el fin sus días al dejarlo casi paralítico. Éste, describía así su llegada y paso por el Valle de Zaragoza, muchos días después de las intensas jornadas llenas de polvo y de nieve y de sol, las que habían hecho a través de más de dos semanas de camino desde San Luis Potosí, porque iban cruzando y vadeando los empinados cerros, y no por el camino real:

"Cuando estábamos pasando por otro valle que está ubicado en la amplia y misteriosa zona del Estado de Chihuahua, me dijeron que era el llamado "Valle de Zaragoza", el cual también tiene un río a sus pies. Este es el río Conchos, y es el que con su serpenteo pone la nota alegre y el canto del verdor que emerge a lo largo de su paso, así como el efluvio líquido que da el tono vital a cuanto alienta por la geografía donde se desliza, comprendiendo a los habitantes, que son pocos.

"El río hace juego en la competencia desleal que existe en medio de aquel imponente mar de áridas montañas, las cuales se distinguen, no obstante su desmedrado aspecto yermo, por la gala turgente de costados y repliegues cubiertos de cenizas hierbas, ralos y pequeños arbustos, y también, en abundancia, cactus que se dibujan y se repiten en mojoneras; a veces forman estas perennes plantas verdes grupos de danzantes; caricatura de bufones solitarios aplaudidos sólo por el viento y los reptiles trepadores que enroscan su valiente aguijón mientras desde las pequeñas alturas ganadas en sus cardos alargan sus ojos saltones para admirarlos y desde allí el accidentado territorio que a través de sus ojivas a veces se dibuja muerto.

"Este es el paisaje que domina aquella área desde lo alto, yendo desde Parral: serie de montañas trenzadas y sobrepuestas como gigantes en descanso, sin cobijo de tierra para labrar; sólo discretos lunares en ligeras capas de terreno calizo, que hacen brotar espaciados puños de pasto silvestre, también plomizo y triste. Forraje esquivo triscado sin prisa por serenos y melancólicos rumiantes, que buscan retozonas las inquietas cabras o picotean curiosas las impávidas gallináceas. Naturaleza muerta de montañas agrestes, pero que esconden tal vez, bajo sus cálidas piedras allá en sus entrañas hondas y sofocantes, veneros vivos y secretos de atractivos minerales, porque desde la Colonia, aquellas tierras son proverbiales por sus minas.

"Pero bajando y dejando atrás aquel mar de montañas, hay un valle a sus pies que rezuma no sólo efluvios ganaderos, pues alimentado por los torrentes líquidos del río Conchos, obra a lo largo de su perímetro espacioso, bellos espectáculos de simientes frescas y campos productivos; se descubren pradales labrantíos en murmullo de cosechas. Éstos proyectan a la superficie médulas fértiles, verdes venas y azules arterias que al rumor de la vida agitan y tejen el mundo de elementos que pueden observar los ojos y dorar el sol; se contempla por doquier turgentes maizales y prometedoras tablas de cebada, avena y alfalfa.
El frijol yace amontonado en pequeños almiares, esperando el tiempo de ser deshojado y llegar a las ollas de barro para hincharse aún más con el fuego y el agua y convertirse en apetitoso pasto acompañado por las tortillas de maíz prieto que se cultiva por esa zona. Más allá, clorofilas casi verdes se desprenden de los sauces llorones, de los tupidos y pomposos carrizales y de los mantos como tapetes de trébol floreado, los cuales son alimentados sin cesar por el paso del río.
"No sólo es, pues, paisaje muerto, desarmadas montañas, ni soledad embestida como se proyecta a la vista. En aquel valle hay canto y movimiento, hay sosiego y hay prisa; todo es fluir y hervor de vida. El trabajo paciente de los labradores de las haciendas obtiene, mezclado al ímpetu de substancias de la tierra, la materia viva que se convierte en productos nutricios y de oportuno sostén para los habitantes, que como dijimos, eran pocos".

"Fue un viernes 21 de abril de 1911, antes las 11:00 de la mañana, cuando hizo el ejército del capitán Navarro su entrada pacífica en el tranquilo y sosegado pueblo de Zaragoza de Parral, el cual comenzó a recibir de pronto un nuevo impulso vital en las fibras que movían su paso intranscendente por el tiempo. Se pudieron retratar los revolucionarios en las espejeantes calles de la población. Había ciertamente entre ellos rostros nuevos, menos efebos, y otros ya más estrenados, que descendían de mulos y asnos, de caballos y yeguas, cubiertos todos por el sol primaveral que acarreaba chorros de sudor por sus cansados rostros, y preguntaban o se orientaban hacia el centro del poblado, donde estaba sola la Parroquia.

"Luego, de los saludos de cortesía a los pocos habitantes que encontraron por la calle, y la visita al pequeño templo, muchos de los recién llegados, comenzaron a transitar y a pasearse por las estrechas pero ordenadas y limpias calles del pueblo, bañadas a esa hora por un leve sol refulgente, recibiendo y correspondiendo a su vez, a los amables y respetuosos saludos de los lugareños que, admirados desde las ventanas de sus casas, se preguntaban entre sí quiénes serían tantos y tales revolucionarios fuereños.

"En el holgado atrio del templo, mientras tanto, se asistía a un rito que hacía la mancha de revolucionarios más dilatada, más vistosa y más prolija a cada momento. Desde las ventanas de sus casas o en el dintel de las puertas que había alrededor de la iglesia, veía la gente en forma entre curiosa y un tanto más preocupada, cómo cada vez que se introducía en el espacio del templo alguna cuadrilla que llegaba arrastrada por el viento y el polvo que dejaban atrás con los ladridos de perros, aumentaban también la nube y polvareda que se elevaba al cielo, al mismo tiempo y de igual modo que las siluetas y el grosor del escacharrado ejército. Eran todos de piel oscura, de constitución más bien débil y cubiertos de una ligera ropa que forraba por fuera a los aprendices de revolucionarios de Guanajuato.

"Vestían en su mayoría los componentes de aquella trulla, pantalones de manta y traían enjaretada al hombro un gabán o una cobija. Ceñían luego, todos por igual y en doblez desde los hombros por detrás y por delante, carrilleras de piel curtida, bronceados sus bordes y repletas de balas sin usar. La carrillera cruzada de algunos les tiraban debajo la cintura, donde anudaban algunos su cotón con una punta al aire que les servía de faja; por último, embonaban el sombrero de palma, algunos al estilo charro, y cuando se lo quitaban o ladeaba el viento, inseparablemente salían cabezas con abundantes matas de pelo negro, porque se trataba en su mayoría de gente joven. Todos iban armados: los que no tenían fusil portaban cuchillos, machetes, zapapicos, barras y palas. Casi en común se daban a la tarea de revisar sus armas primero, para tenerlas listas, y después, acabar de saludar a los presentes y comenzar a girovagar por el pueblo.

"Alrededor del medio día, la voz de la campana partió de pronto el silencio dibujable de la hasta entonces apacible población, haciendo con su rumor de bronce y argentado acento la primera advertencia y citación para los asustados habitantes. Se escuchó allá en el jardín, frente a la Comandancia -que estaba vacía- algunas interrogaciones de gente despistada, que demandaban claridad acerca de tamaña agitación de hombres y estampido de animales. No aquello que directamente habían escuchado, sino el motivo de la convocación precisamente en la iglesia, a tales horas, sin duda inusitada y menos esperada, porque bien sabían que el cura sólo iba a la misa cada mes, y eso era en los Domingos.
"Algunos más informados porque habían visto entrar el tropel de los alzados, dieron la razón de aquel canto y llamada. Entonces todo mundo imprimió más empeño a su prisa, como para ponerse a salvo de aquella embestida. Sólo alguno que otro, de los ya viejos sin miedo a la muerte -porque la ven ya cercana pelándoles los dientes-; eran unos que estaban sentados en las bancas del jardín del pueblo y recibiendo el calor del sol, levantaron los hombros y enarcaron las cejas, dejándolos caer luego, indiferentes, y continuaron con la cabeza metida en el sombrero.
"Ya habrían pasado las doce del día, cuando un nuevo movimiento de campanas repetía la llamada, pero fue esto casi inútil, porque la iglesia estaba poco más o menos llena, y como en hileras por los dos costados, mucha gente corría precipitada llegando a buscar un sitio en el recinto del templo. Antes, los que venían del lado derecho, o izquierdo, según se mire, se detenían a contemplar y a saludar, tal vez como nunca lo habían visto ni hecho, a tanta gente de caballo y armas, a quienes les colgaba desde atrás del cuello y caía por delante del cuerpo vistosas franjas de sus carrilleras.
Por su parte, el capitán Navarro quiso esta vez en forma personal dirigirle unas palabras a los moradores de la villa. Hasta entonces había pedido siempre que lo hiciera el bisabuelo Nacho. El capitán se inventó un discurso que al final encontró corto o pequeño, o mejor —decía, envaneciéndose—, él estuvo más alto que toda aquella asustada gente. Les dijo, en sustancia, que no temieran ningún mal para ellos ni para sus bienes, que era gente revolucionaria y habían tomado aquella plaza sin disparar sólo un tiro y que así se irían. Tan sólo les pedían de comer por aquel día, y nada tomaría la tropa por la fuerza, porque muy de madrugada deberían continuar su camino. Iban en busca de Pancho Villa".

Texto agregado el 27-11-2003, y leído por 1134 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-12-2003 Ter felicito pintor de bellezas naturales, gracias por compartir esta memoria de casi 100 años. gatelgto
29-11-2003 Saludos amigo cuentero: no sé por donde iniciar mi comentario. Quizá lo primero sea agradecerte por compartirlo. Lo segundo es destacar algunos de los aspectos que me gustaron. El primero es la técnica (creo que es eso) de atribuírselo a tu bisabuelo. Soy nieto de un cuentero de pueblo y fogón y sé la trascendencia y significación que alguno de esos viejos han tenido en la construcción de nuestra memoria histórica y de nuestra identidad colectiva e individual. Sospecho que muchos de sus cuentos fueron narrados antes de que sucediera el sucedido. Lo segundo, es que me pareces muy buen paisajista. No solo por los detalles, sino por tu capacidad de hacer sentir calor o frío o desolación a quien te lee. Y, lo tercero, es que trasciendes el yo intimista por el yo colectivo, en construcción permanente e interactiva, es decir, el yo social. Muchas gracias por este relato y, de nuevo, felicidades. Janio
 
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