Ley y costumbre
En la confitería de Córdoba y Pellegrini, Ernesto quedó en encontrarse con Camilo. Pasó el tiempo, pero el convocado no llegaba; esperó más de una hora y se retiró.
De vuelta en su oficina, le resultó extraña la falta a la cita. Lo llamó a Oliveira su socio en varias Consultorías y en especial en este asunto.
––Pancho, quiero ponerte al día del reclamo ya que recién has vuelto de tu viaje de estudios a Europa. Como habíamos quedado pasaríamos nuestro reclamo al abogado. Cuando estaba en eso me recibió un asesor del Ministro de Transacciones un tal Camilo Rodriguez . Fue un sábado, le hablé del expediente que tenía diez años de antigüedad, superó a cinco ministros y estaba archivado. El asesor, al tomar nota, mostró un interés especial, y por primera vez vi que un funcionario ligado al ministro le daba la atención que se merecía la cuestión. En especial, le expliqué que como Licenciado en Administración, había hecho un trabajo, considerado muy importante en su momento, que consistió en reorganizar a todos los organismos de Control del Estado Nacional, que demandó dos años de labor y la contratación de veinte técnicos y en especial te nombré a vos con tu reconocido prestigio universitario y especialización en Europa, que el final del trabajo coincidió con el cambio de ministro, el nuevo equipo desestimó el contrato arbitrariamente, y las facturas quedaron en el sueño de los justos. Al terminar la reunión, Camilo me entregó su tarjeta y, al despedirse con un caluroso apretón de manos, me acompañó hasta la puerta. Al salir sentí un renacer y como el ave fénix pensé que el montón de fojas se regodeaba en el cajón del ministerio
A los diez días, me convocó nuevamente, un sábado a la misma hora de la anterior reunión. Esta fue fructífera, el hombre había entendido rápidamente el problema, y, lo que me había costado diez años de expedientes, parecía resolverse en menos de una hora de amena charla. En estas circunstancias, sólo me quedó hacer la habitual invitación; juntarnos en una confitería para cerrar el trato personal. Fijamos lugar, fecha y hora de la cita. Estaba tan eufórico, le prometí a Lidia, que le haría un regalo especial, unas vacaciones de diez días a ella y a su esposo; y que fuera eligiendo el lugar de veraneo, por supuesto, dentro de la Argentina.
 Ernesto creo que no debemos perder más tiempo con estos personajes y encarar el juicio sin más trámite.
 Estoy de acuerdo Pancho.
 De todas maneras, seguí el asunto con toda libertad, la verdad que yo no espero ningún resultado, salvo cuando lleguemos a la Justicia, talvez en diez años podamos recibir nuestro pago. Jajajajaja . Por otro lado manejate como hasta ahora. Mi participación sabes que fue mínima, para vos en cambio sé que representa mucho.
Se despidieron, y Olivera le comentó que volvía a París para nuevos estudios y por lo tanto siguiera con el asunto sin consultarle nada ya que recién volvería en tres meses.
Con el incumplimiento del fulano, le pidió a Lidia que llamara de nuevo a Camilo. Varias llamadas, mañana y tarde, durante una semana. Nada; la empleada del Ministro se regocijaba con sus negativas: siempre la contestación de rutina. En eso estaba cuando la secretaria le pasó la llamada de Hugo Garayavieta que, luego de los saludos de práctica, lo invitaba para que lo fuera a visitar: tenía un asunto para comentarle que sería de su interés. “Hugo”, se dijo, “Huguito; por Dios, de nuevo este hombrecillo patético”. Con el gobierno anterior había ocupado cargos de importancia; Ernesto lo conocía por haber actuado para un primo en una gestión de resultado negativo. Sabía con quién se iba a encontrar: un hombre conflictivo, con una soberbia que daba vergüenza ajena; en fin, un payaso de torpe actuación y, sobre todo, un corrupto de nacimiento. Sin embargo, fue a la reunión, y el diálogo se desarrolló en estos términos:
—Escúcheme, Ernesto, somos grandes, ¿no? Y, ¿usted quiere resolver un tema millonario pasando a todos por encima?
—No, Hugo, yo invité al asesor para conversar de ese asunto.
— Pero, ¿usted es o se hace? ¿No sabe que, para iniciar las tratativas, hay que ponerse con la luz?
— ¿La luz? ¿Para esto, la luz?
—Sí, viejito; si no paga un anticipo, nadie se mueve
—Pensé que con el cambio de Gobierno estas prácticas se habían desterrado.
—Ernesto, usted no aprende más. No sólo sigue la luz: la tarifa aumentó.
— ¿A quién tengo que ver para eso?
—A moi, querido, a moi.
Mientras volvía a su oficina, Ernesto repasaba su relación con Hugo, y esta conversación le ratificaba su estilo. Lo que no podía tragarse era que fuera influyente igual que antes. Le costaba creerlo. Entró a un bar a tomar un café. Tenía a su vista el televisor que estaba transmitiendo la imagen de un cartonero en Bariloche, quien comentaba haber encontrado en una caja de zapatos dos mil pesos, que había devuelto al comercio de donde retiraba descartables todos los días. “Soy pobre, pero honrado”. “Igualito a don Hugo”, pensaba Ernesto, mientras pagaba su consumición para volver a su trabajo. Resulta, entonces que, antes de que le movieran el trámite, tenía que ponerle pilas a la linterna; caso contrario, no funcionaba. Le propuso, al nuevo interlocutor, abonar el peaje en cuatro cuotas, por carecer de efectivo suficiente. “Probemos…”, le contestó por teléfono la nueva adquisición. Le entregó la primera remesa. Su secretaria pedía la entrevista. No estaba el asesor. La segunda, igual; la tercera, ídem. Antes de abonar la cuarta llamó al “punta de diamante”, expresándole sus dudas, el cual le contestó: “Tomalo o dejalo”. Dada la claridad prepotente del ex servidor público, le mandó la cuarta y última cuota. Luego de cumplir con este pacto, Ernesto le pidió a Lidia que llamara a la secretaria; ésta le dijo que el Doctor lo esperaba el próximo jueves. Ernesto respiró aliviado, con ese optimismo que, para su mal, lo caracterizaba. Se hizo la reunión. El asesor, esta vez, con una frialdad llamativa, le transmitió que el tema lo firmaría el ministro favorablemente la semana entrante, pero que “este negocio” tenía que ser como si fueran socios al cincuenta por ciento, y todos los detalles los tendría que arreglar con Garayavieta. Una palidez cubrió el rostro del acreedor. Camilo, tranquilo, semblanteó a Ernesto y, con la cola del ojo, vio su enojo contenido. “Tómelo o déjelo”, arremetió, igual que Hugo, pero con seriedad, sin tuteos; no era cosa de confundir las cosas: nada de confianza, de amigotazos. Tenía que acordar con Hugo, en las condiciones autoritarias impuestas.
Fifty and fifty: así era el negocio. Se acordó de la invitación que le había hecho a Lidia en caso de que cobrara. La pobre no tendría ese veraneo esperado. Ernesto fue obligado a cerrar el trato de la siguiente manera: cincuenta por ciento en efectivo, para el “socio compulsivo”; el otro cincuenta por ciento, con un bono nacional a cinco años, para él. Cada uno se llevó lo suyo con toda equidad. Ernesto guardó el bono un par de meses hasta que decidió venderlo. Perdería un diez por ciento del valor. En conclusión, se dijo: “Entre la luz, el cincuenta por ciento al socio, el diez que tendré que perder para hacer efectivo el bono, me quedaré con un poco más del treinta por ciento de la inversión que hice hace diez años. Negocios son negocios”, se dijo, mientras se aprestaba a ir a la financiera para recibir su legítimo treinta por ciento. A punto de partir, Lidia le pasó un llamado; era el gerente de la financiera.
—Ernesto, malas noticias: el gobierno acaba de anunciar que se declaró en quiebra: default. Default, ¿me entendés?
— ¿Y, cuánto valen esos bonos? ¡Carajo!
—Por decirte algo, el cinco por ciento.
Al menos, recupero la luz, pensó, con una “mueca de triste escuchando Cambalache”; pero reaccionó y le pidió a su secretaria que lo llamara a Hugo:
— ¡Qué me dice, Hugo! ¡Me ha hecho pelota este gobierno!
—Obvio, no tenía otra salida.
— ¿Y, cómo arreglamos lo nuestro? Esto no ha sido un cincuenta y cincuenta.
—Es justo lo que dice. Véngase por mi oficina, que tengo una idea.
Ernesto no titubeó; peor de lo que le había ido, imposible. Por lo tanto, a los pocos minutos se instaló en la oficina de Hugo y, mientras lo esperaba en la antesala, escuchó el vozarrón hablando por teléfono, cagándose a gritos con Camilo. Luego de una larga espera, la secretaria lo invitó a pasar. El hombre parecía un tigre, pero no enjaulado: ¡suelto! Unas salivas desbordando de su boca, las dos manos sobre su frente, ni miró a la víctima, que se sentó tímidamente, y le espetó:
— ¡Son todos unos hijos de puta! Si estuviera el viejo líder, les pondría unas liendres en los huevos.
—Está bien, pero, ¿qué le dijo Camilo?
— ¡Que se joda!— continuó Hugo—. Escúcheme: usted sabe que yo soy un caballero y me comprometo a pelear este asunto.
Ernesto, perplejo, le dijo:
—Escúcheme, ¿pelear? A mí me tienen que dar lo que ustedes se cobraron.
—Pardon, monsieur, ¿cuándo vio que se devuelva una comisión? Y, le aclaro que yo no recibí nada: todo se lo llevó Camilo. Soy un caballero, Ernesto.
— ¡Ah! Está bien. Le agradeceré lo que pueda hacer por mí.
Cuando se fue, un sudor frío le corría por la frente; se sentía mal. Entró a un bar y pidió agua. Para tanto fuego adentro no le alcanzó esa botella; pidió otra. Ahí se apagó la última llama y pudo reordenar sus ideas. Decidió irse al despacho de Camilo: haría un escándalo y lo denunciaría a la justicia. Antes, revisó su agenda. No lo animó ver que la mayoría de sus contactos eran del anterior gobierno. Llegó al despacho de la secretaria y le dijo, en un momento de privacidad, que tenía urgencia de verlo a Camilo por un expreso encargo de Hugo. Luego de esperar dos horas, donde se distraía viendo pasar a funcionarios enjutos, casi todos con portafolios negros, la secretaria le informó que el asesor lo recibiría, pero a última hora; en resumen, a las nueve de la noche aproximadamente. A las 9,15 horas apareció el asesor, con cara de apurado, y lo invitó a Ernesto a que lo siguiera. Estaba muy apurado: lo había citado el ministro, quien estaba a punto de renunciar y, por lo tanto, él también se iría. Ernesto tomó el brazo del hombre, lo obligó a detenerse —ya estaban en la vereda— y le lanzó un ultimátum. El asesor se desprendió bruscamente del garfio que le aplicaba Ernesto, lo miró, se quitó unas pelusas de su impecable saco, le dio la espalda y se subió raudamente al auto que tenía a su lado. El chofer arrancó y, desde dentro del vehículo, el asesor le hizo un claro corte de manga al pobre ex socio.
Decidió irse caminando hasta su casa, unas veinte cuadras; no quería llegar tan desencajado. Además, tenía que darle esta noticia a su mujer, sombrías nuevas para ella. La esperanza de superar todo su endeudamiento, en unas horas, se le desbarrancó. Con la venta de los bonos, hubiera limpiado su deuda y le habría quedado un resto apreciable para, al menos por una vez, tener una reserva y hacer un viaje con su familia. Iba llegando a su domicilio, cuando observó alarmado que su esposa estaba en la puerta de calle; cuando lo vio, salió corriendo hacia él. Ella lo abrazó y le dijo que tenía que ir urgente al Ministerio de Transacciones: habían nombrado como ministro a Pancho Olivera, a su amigo Pancho, su socio del expediente, lo habían hecho volver de París urgentemente. . El ministro nombrado en esas horas había hablado personalmente con ella; si él aceptaba, lo nombraba Jefe de Asesores del Ministerio. Ernesto se abrazó a su mujer y así estuvieron largo rato; se puso a llorar y a gritar en medio de la vereda. Calle transitada, la Avenida Santa Fe; un grupo de curiosos o preocupados transeúntes miraban la escena y no entendían nada. Un curioso acotó: “¡No sólo los jóvenes hacen espectáculo en la calle! ¡Estos dos, si siguen, van a parir mellizos!”
Esa noche, Ernesto estuvo hasta las tres de la mañana con el nuevo ministro. Le parecía mentira estar removiendo aquel expediente. Los dos acordaron que ese estudio sería la base fundamental para organizar las auditorías de control sobre las Transacciones.
Ernesto pudo dormirse a las cinco de la mañana. En dos días, asumiría el Ministro e, inmediatamente, él. Aún estaba en pleno sueño, cuando la esposa lo despertó: tenía una llamada urgente de Hugo Garayavieta.
—Hola, Ernesto, tengo una muy buena noticia. Acaban de nombrar Ministro de Transacciones a mi íntimo amigo Pancho. Con él podemos hacer brillantes negocios y, como me siento un poco en deuda con usted, ya mismo vaya viendo qué le podemos arrimar al hombre. Así, de esa manera, usted recupera y compensa tantos años de lucha. Para que se quede tranquilo, aquí no hay que pagar luz. ¡Jaajajajaja! Sí el fifty-fifty. ¿Me entendió, Ernesto?
—Sí, Hugo, le agradezco— y colgó. Además, desconectó el grabador inserto en el teléfono.
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