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DANI Y PEDRO

Entró en casa chorreando.

Desde la parada del autobús hasta el portal fue suficiente como para empaparse. Caía el agua a cántaros. ¡Vaya Octubre! ¡Cómo había comenzado!

--¡Daniiii! ¡Ya está todo claro y hecho!
--¿Tuviste suficiente con mi documento de identidad y mi carta?
--Suficiente. Piensa que ya estuviste presente ante el notario. Esto no fue más que el trámite del director del banco y yo, con tu documento para crear una cuenta conjunta. ¡Y, ya está!

Daniel sonrió como sólo le sonreía a su hermano, a quien más quería, sin lugar a dudas.
Su amplia sonrisa mostraba sin recato unos dientes exageradamente separados y con alguna malformación: unos sobrepasaban a los del maxilar superior y otros quedaban detrás. Su cabeza, de apoyarla en el almohadón, se le deformaba paulatinamente, inmisericordemente, haciendo que su región occipital huyera hacia arriba exagerando el cráneo a modo de balón de rugby inclinado. Su frente, abultada irregularmente sobre una de las cejas, era amplia y despejada ya que a sus treinta y dos años, debido a la seborrea, se le formaban grandes entradas en su cabellera.

Sentado en su silla de ruedas a motor eléctrico, movía, inquieto por la noticia, unas piernas cuyos huesos estaban doblados, de ellas pendían dos pequeños pies cóncavos por su base. Su columna, ablandada por la falta de vitamina D y fosfatos, como el resto de huesos, se deformaba por días. Se le arqueó la espalda en una joroba hacia su omoplato izquierdo y, por delante, el típico pecho de pollo hacía que sus camisas pasasen una dura prueba antes de acoplarse a su anatomía. De sus manos, casi de niño, apenas se podía servir para lo más imprescindible de su aseo y comer. Se le tenía que vestir y, eso sí, peinarlo como a él le gustaba: dejando una pequeña porción de pelillos cortos alborotados por la frente y el resto bien humedecido con agua de limón estirado hacia atrás y hecho un moño en lo más extremo de su cráneo, justo para taparse la coronilla ya pobre de cabello.

Unas cejas muy masculinas y tupidas y unas pestañas largas daban marco a unos ojos, grandes, negros, que transmitían con facilidad su mundo interior y su despierta inteligencia. La nariz prominente y algo aguileña era el dintel perfecto de una boca carnosa y grande, presta a reír con la mínima excusa. Como escabel, un mentón recio, hendido en su mitad, donde casi nunca le llegaba el sol por no tener la suficiente habilidad para afeitárselo.

Alargó sus bracitos hacia los del recién llegado para abrazarlo y fundirse ambos.
Pedro, mayor que él en dos años y fuerte como un toro, le agarró por la cintura y lo elevó hasta tenerlo a la altura de su cabeza. Se abrazaron y besaron con alegría incontenible.

• ¡Somos ricos, Dani! ¡Ricooooos! ¡Ricooooos!
• ¡JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA! Tenemos que salir a cenar.
• Pues, claro. No nos va a faltar de nada.

Pedro venía contento porque el dinero del pobre abuelo estaba en la nueva cuenta corriente. Además de una buena suma de euros, les hacía herederos universales de sus más de treinta pisos repartidos por Madrid, casi todos en zonas céntricas. Lamentablemente los padres de los chicos no podían ya disfrutar de la herencia. Un accidente en la autovía de La Coruña les separó de sus hijos para siempre.

Daniel recibió una educación esmerada. Cursó la carrera de Filosofía y la de Física y Química. Esto, que en apariencia es disparatado por lo opuesto de los estudios, era lo que objetivamente había escogido por su versatilidad y capacidad intelectual.

El raquitismo comenzó a los ocho años por disfunciones en los riñones y en los intestinos. La enfermedad puso a prueba sus capacidades de paciencia y sometimiento al destino. Se hubo de desprender de cada deseo incontenible en la pubertad. Aprendió a distinguir miradas y sonrisas. Una mano que le tocase apenas, le transmitía la actitud de quien se le acercaba, tal era el desarrollo de su percepción. Tuvo que saber callar y escuchar. Recibir la misericordia ajena con mayor o menor acierto.

Desenmascaró íntimamente al hipócrita y guardó en sus retinas la imagen de sus ojos y la expresión de su boca para no olvidarla nunca.
Captó al mentiroso, disculpó al engreído, odió al sádico, se divirtió con el humorista, comprendió al tacaño, alentó al valiente defensor de lo justo, tapó al pusilánime, huyó del trato con el melifluo y tuvo compasión del cobarde.

El balance de toda esta experiencia le otorgó la más interesante de las sonrisas y la más franca de las risas, pero también, la mirada más escrutadora y fría, las palabras más hirientes y la sinceridad más lacerante para quien la mereciese a su juicio.

Pedro equilibraba su ser con el corazón y era la emoción y el sentimiento lo que imponía su conducción por la vida. Su inteligencia media le había hecho apoyarse, quizás demasiado, en la astucia y en la suspicacia. De talante práctico y material, se sentía a la deriva en conversaciones de corte imaginativo, psicológico o conceptual.

Treinta y cuatro años, mucho pelo negro, musculoso y de talla media alta. Desde que tuvo uso de razón vio a su hermano como alguien en quien vaciar su capacidad de cariño y protección.

Formaban un tandem glorioso por lo bien avenidos y el buen humor que destilaban.




Continuará



Texto agregado el 23-02-2006, y leído por 354 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
10-10-2006 bueno, hoy he iniciado poco a poco seguire...genial me gusta la descripcion de la narración... luzyalegria
23-03-2006 voy a por otro. De momento buena descripción***** eslavida
23-03-2006 Genial descripción de los personajes, Juan. Una primera parte como Dios manda. Pinta bien. Efecto_Placebo
14-03-2006 Tú no escribes, Juan, tú pintas. Te lo digo por esa manera tan directa de describir detalles, de esbozar poses, provocar emociones, caracterizar gestos, que tienes. Y en cuanto a esa habilidad de prestarle a la desgracia tu sensibilidad para decirnos que la clave está en saber armonizar y equilibrar "ser y corazón", pues nada, que aciertas. azulada
11-03-2006 Esto promete...y yo prometo leerlo poco a poco. margarita-zamudio
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