Está sentada, con los hombros jalados por la gravedad y la mente completamente en blanco, abre el cajón superior de su buroe, saca un montoncillo de cartas, las mismas que se encuentran sujetas con un listón rojo. Abre, cuidadosamente una a una, al mismo instante su mente se va inundando de bellos recuerdos. Por sus ojos pasa la frase: “Te Amo amor p...”, mientras salen un par de lágrimas.
Se recuesta en la cama, a su lado derecho, por encima de la repisa, se encuentran un fajo de fotografías de todos tamaños, desde una infantil hasta una doble carta. Todas ellas reproducen la silueta del señor conejo. Ella las observa y no puede evitar pensar en el pasado y el hubiera. Prende un cigarro, se queda congelada al ver aquél instante atrapado, cuando el señor conejo le concedió un beso, en uno de los escalones, del escurridizo pasillo del castillo de la Reina de Corazones.
Ya ha pasado un buen rato, tal vez un par de décadas, pero la distancia no ha logrado que Alicia olvide al amor de su vida, incluso ese sentimiento parece haberse hecho cada vez más fuerte.
Alicia yo no suele ser la alegre chica, ahora sus ojos se ven opacos y están despidiendo pequeñas arrugas. Su cabello ya no es negro y brilloso, ahora comienza a teñirse de plata. La resplandeciente luz que reflejaba su alma, ahora luída y rota, parece una vela a punto de extinguirse.
En estos momentos, Alicia aún no sabe lo que ocurrió con aquél amor que parecía eterno, por ello se pregunta, noche a noche, si el señor conejo se acordará de ella, no importa que le sigan retumbando las palabras de: “Ya no te quiero, estoy mejor sin ti”, las mismas que parecen taladrar sus sentidos y abrir las llagas de su alma.
Por las mañanas, Alicia da la apariencia de sobrevivir al naufragio, al delirio de la amargura y de adorar a su inseparable pareja, la soledad. Sin embargo, por las noches, y ya a solas, ruega a los cuatro vientos que las cientos de estrellas que visten al firmamento, iluminen la vida del señor conejo, además hace una oración para que siempre sus lágrimas y besos lo cobijen cada vez que el Sol se lanza a dormir; tal y como ella solía hacerlo cuando visitó “El país de las Maravillas”, como cuando vivió con su alma gemela en un bello lugar de fantasías.
Repentinamente, Alicia cierra sus ojos, respira profundamente. Se levanta de su cuarto, abre la puerta de su recámara. Con pasos firmes y la cabeza en alto, baja delicadamente las escaleras, llega a la sala, se para entre el espacio del televisor y sus padres, aprieta sus puños y les dice con una voz firme y tenue: “Los quiero mucho”. Desconcertados, ellos la ven. Sin decir nada, Alicia se arroja a sus brazos, los llena de besos, les da la bendición y se sube, de nuevo, a su habitación.
En ella, coloca la llave en el cerrojo, le da vuelta, saca la llave y se la traga de un bocado. Se para frente al espejo, se ve reflejada, observa que alguien detrás de su nariz, estira lentamente el brazo izquierdo y apaga la luz. Mira fijamente, desafiante a la Alicia del espejo, le lanza un beso y le dice, con el corazón en las manos: “No te preocupes, él estará bien. Siempre estarás a su lado o al menos hasta que puedan encontrarse en la siguiente dimensión”.
Alicia se despide de su reflejo, le manda otro beso que sale desde sus entrañas y sin pensarlo se lanza sobre ella misma. Ella se desvaneció en la inmortalidad, ahora es parte del viento eterno, no ha muerto, siempre está ahí, incluso en aquellos calurosos días de verano, cuando el señor conejo siente refrescar su cuerpo, un tanto atormentado por la inmensidad de los rayos que despide el Astro Rey.
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